YO QUIERO RESUCITAR

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¿Tú quieres resucitar? ¿Quieres vivir para siempre? ¿Sientes pasión por la vida? ¿Puedes afirmar que eres una persona “biófíla”? ¿Sientes rebeldía frente a la muerte individual e indignación ética frente a la cultura de la muerte?

Estas preguntas y sus correspondientes respuestas positivas son imprescindibles para poder  sintonizar con la música de la resurrección de Jesús. Para  quienes no quieren vivir, la resurrección se convierte en una pesadilla. Para quienes ya se han resignado a ser muertos en vida, la continuación de la misma sería, en realidad, continuidad de la muerte. Uno de los peligros de la sociedad actual es perder “el gusto por la vida”. Queda encerrada en la inmanencia, dispersa en las experiencias de bienestar, entretenida en los quehaceres. Se vuelve descafeinada. Se pierde la reciedumbre del deseo profundo de vivir que no se contenta si no es con la vida eterna.

Todos los humanos hemos experimentado alguna anticipación de la resurrección. Está incluida en la experiencia del amor, de que “alguien nos deletrea”. Amar a alguien es la afirmación  de su vida contra todas las formas de muerte: quiero que tú vivas; necesito que no te mueras; es una dicha que hayas nacido. Tu vida me da motivos para seguir viviendo. En cambio, quien no ama, no tiene nada que eternizar. El amor pide eternidad. No hay más eternidad que la del amor.

En esta línea, la resurrección de Jesús crucificado es un inagotable grito a favor de la vida, en presencia de la muerte. Es la revelación de que en Él todos estamos “amenazados” de resurrección, con más certidumbre que estamos amenazados de muerte, pues somos mortales. Se trata de una dichosa amenaza; se trata de una promesa que garantiza: el amor termina triunfando sobre la muerte, los verdugos no terminarán teniendo la última palabra sobre las víctimas. Estamos convocados a la resurrección. Es nuestra vocación más genuina. Hemos resucitado con Él (Col 3,1). Somos seres para la vida plena, en cual ya no habrá ni dolor ni llanto. Esa es nuestra vocación última. “Nuestra vida está con Cristo escondida en Dios”.

Jugando con  el sentido originario del vocablo “vocación” podemos contemplar distintas dimensiones de la esperanza  de Jesús, el Mesías crucificado y resucitado.

 

 

Vocación

El seguimiento de Jesús parte del encuentro actual con Cristo vivo. Resucitado de entre los muertos, Cristo llama desde la gloria. Sigue atrayendo y cautivando como Señor de vivos y muertos. Sigue llamando desde el futuro; arrastra hacia sí la peregrinación de la historia humana. La caravana de las generaciones humanas está llamada hacia la plenitud. Existe un punto de atracción final, un punto Omega donde convergen los dinamismos de los corazones humanos. Se nos recuerda en la vigilia pascual: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y  Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad”. La noche de la resurrección de Jesús es una “noche dichosa, una noche santa, una noche de gracia”. Es una noche de luz y de gozo incontenible. Como la luz en la oscuridad, así el Cristo resucitado distribuye su luz y no mengua al repartirla. Como el lucero matinal que no conoce ocaso, el Hijo de Dios resucitado ilumina al linaje humano. Lo ilumina y lo rehace. El Resucitado Mesías es la primicia de los resucitados; el primogénito de toda criatura. El vidente de Patmos recibe el encargo: “No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe pues lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde” (Ap 1,17-19).

El grupo de los discípulos que siguieron a Jesús de Galilea a Jerusalén vivieron una experiencia única. Vieron que Cristo estaba vivo. Eso les trasformó a ellos. Entendieron que era un acontecimiento clave. Se abre a todos los hombres una vida nueva. Se renueva su vocación.

 

E-vocación

El Cristo glorificado y exaltado por su resurrección  no se ausentó de la historia de la salvación. Su resurrección no inaugura un vacío cristológico. El Cristo encarnado y glorificado está colmado de la vida. Ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él.  Dios lo ha llamado de la muerte a la vida; lo ha hecho pasar de la humillación a la gloria. Al resucitarlo de la muerte infamante de la cruz, Dios Padre da la última credibilidad a la vida de Jesús, a sus palabras, a sus actitudes y relaciones. El resucitado es el mismo Jesús encarnado. Es la misma persona. Su historia existencial ha surgido con él de la tumba: tiene las mismas llagas, se revela estando a la mesa con ellos. Dios mismo está de su parte. Le da la razón. Muestra que es su Hijo amado. Y se la quita a los que lo mandan crucificar. Los discursos kerigmáticos de los Hechos de los Apóstoles, que se proclaman abundantemente en este tiempo, están construidos sobre esta contraposición entre el obrar de los hombres y el obrar de Dios con Jesús: los hombres condenan,  Dios justifica; los hombres matan, Dios da la vida, los hombres humillan, Dios enaltece. “El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándolo de un madero” (Hch 5, 30). “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 36).

La vocación del Resucitado es evocación de Jesús; se constituye como memoria de las llamadas de Jesús a la escuela del discipulado. La experiencia inolvidable de aquella llamada y de aquella convivencia sigue siendo un acicate y una referencia para los testigos de la resurrección. Después de Pascua la ven con otros ojos. La leen en un horizonte mucho más amplio. Se auto-comprenden con una luz nueva e inesperada. Recuerdan sus torpezas. Y uno de los iconos significativos de este tiempo pascual es Tomás. Representa el paso de la incredulidad a la fe, o de una fe recibida a una fe personalizada. Como icono del discípulo es memoria de que la fe no está del todo poseída,  El discípulo vive una lucha interna entre la fe y la incredulidad; se trata de una tensión permanente.

Desde las Cristofanías pascuales descubren los discípulos  una hondura insospechada en los simples gestos y palabras de Jesús. Para los testigos de la resurrección de Jesús se convierte en una tarea ineludible el hacer memoria de la historia de Jesús. E-vocar todo lo de Jesús es la manera de atestiguar que está vivo.

Para nosotros celebrar hoy la resurrección de Jesús crucificado es experimentar la alegría de que está resucitado, de que la muerte en él no manda. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Y esta afirmación de la secuencia de la misa del día de Pascua incluye también la evocación antropológica: la Pascua de Jesús significa resurrección de nuestro amor y de nuestra esperanza.

Pro-vocación

La vocación al seguimiento del Resucitado es provocación; es llamada hacia adelante; a dejar el pasado; a inventar el futuro nuevo. Pedro confiesa ante el Jesús pre-pascual: “nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Ha roto con el pasado y se ha convertido al futuro. Pedro es llamado a mirar hacia el porvenir, hacia la renovación que trae  el reino de Dios…hacia la gloria del Hijo del Hombre. Tras los encuentros con el Resucitado, Pedro se siente  apasionado por la misión de proclamar lo que ha vivido con Jesucristo. Es capaz de anunciar  provocativamente en Jerusalén la llamada a la conversión. Junto con Juan tiene el coraje de enfrentarse a las autoridades de Jerusalén. Ejercita la libertad que le da el saber que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Señor de sus vidas es aquel que hace nuevas todas las cosas. El que ha de venir. Coloca nuestras vidas en tiempo de espera de su venida gloriosa…

Como Pedro y Juan somos llamados a proseguir la misión mesiánica de Jesús. Participamos en su misterio y en su misión: la causa del reino de Dios, como reunión de la gran familia de los hijos y de los hermanos sigue siendo una incómoda pro-vocación para un estilo de vida acomodado, que ha renunciado a  proseguir el camino de la utopía de Dios, que ha dejado de creer que otro mundo es posible; en la letra minúscula de la vida personal y en la mayúscula de la historia colectiva.

Con-vocación

Jesucristo resucita como Nuevo Adán. Es una persona representativa. El resucitado Jesucristo es el universal concreto. Nos lleva a todos en sí mismo; nos lleva consigo en el tránsito de la muerte a la vida. Por eso la vocación es convocación. Es vocación de comunión y de fraternidad. Hace surgir desde la dispersión, reúne a los hijos dispersos. Los reconcilia. Los reconoce en su propia e indescriptible dignidad. Bajo el influjo del Espíritu del Resucitado los seguidores se convierten en testigos. Su fe más o menos implícita en el Mesías durante la etapa prepascual se explicita, se completa y se transforma  en confesión y testimonio. “Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos” (Hch  3, 14-15). Ellos se sienten convocados por el Resucitado para hacerse cargo de continuar la misión mesiánica de Jesús. Lo que han visto y oído les quema en el alma, no pueden callarlo; lo proclaman a los cuatro vientos. Y por los caminos históricos de la misión evangelizadora el Espíritu va reuniendo la comunidad de los creyentes en el Resucitado. La comunión de la fe y de los caminos va configurando la comunión de la vida fraterna: un solo corazón y una sola alma.

 

Re-vocación

Los dos discípulos que van de Jerusalén a Emaús constituyen también un icono de este tiempo pascual. Su historia es una iniciación a la fe en la nueva presencia del resucitado. Es una historia de transformación: pasar de la decepción a la comunión y la misión. Ellos viven el desencanto. Tienen que romper con sus esperas interesadas. Re-vocar las falsas esperanzas les resulta costoso; están apunto de abandonar su vocación de discípulos y volverse a su casa. Tienen en la mente una visión del Mesías totalmente equivocada. Caminan viendo sin ver. Tienen los ojos embotados. Como historia de iniciación en la fe pascual descubren progresivamente la presencia nueva de Jesús en el caminar, en el dialogar y escuchar, en la escucha de la Escritura, en el comer juntos. Todo ello les hace volver a la comunidad y descubrir la misión.

Y es que vocación al seguimiento de Jesús Resucitado incluye la revocación de vinculaciones anteriores; hay que revocar los proyectos privados anteriores; hay que dejar la parcialidad; se trata de una vocación de totalidad y radicalidad. Para ello hay que nacer de nuevo. Como Nicodemo. Nacer del Espíritu de Jesús resucitado implica un nuevo comienzo.

 

In-vocación

La resurrección de Jesús no es vuelta a esta vida mortal; es entrada en la gloria de Dios. La resurrección de Jesús  es un nuevo nacimiento a la vida trinitaria de Dios. El resucitado está sentado a la derecha del Padre. Intercede por la humanidad. Ha llegado a la plenitud y ha plenificado nuestra humanidad. Él es la humanidad más nuestra. Hacia Él gravita nuestra vida personal y la historia entera: es nuestra identidad más nuestra.

En adelante la vida humana queda orientada hacia la aurora. Vivimos a la espera de la Parusía como el encuentro definido del resucitado con el mundo. Vivimos con la esperanza del beso de la paz y la justicia. La esperada resurrección  hace posible la justicia para todos y la libertad de todas las esclavitudes, incluso de la muerte. El  Mesías resucitado y glorificado atrae a todos hacia sí. Nos hace vivir invocando: ¡Ven Señor Jesús!

No sólo la invocación escatológica es un elemento de la vida cristiana también lo es la  existencial. La invocación es elemento de toda vocación cristiana. Surge del vocativo de la llamada: «Tú, ven y sígueme». Se trata de una llamada personal por parte del que es llamado. El Señor pronuncia tu nombre, te llama por tu nombre; como a María Magdalena. Es así como se hace presente en la llamada. Y se da a reconocer. Su forma de pronunciar el nombre se hace inconfundible: “Jesús le dice: ¡María! Ella se vuelve y le dice ¡Raboni!, que significa Maestro” (Jn 20, 16). María reconoce que el Resucitado es el mismo Jesús; no es un fantasma, no es un espíritu; es el mismo Jesús a quien ella había conocido y querido y seguido hasta Jerusalén. Resulta significativo que muchos relatos de Cristofanías tienen estructura de relato vocacional. Se centran en la dificultad del reconocimiento: es el mismo Jesús, pero no es lo mismo. Sigue haciendo los mismos gestos pero de otra manera. Sigue comunicando paz, confianza, alegría desbordante.

En la acogida del que les sale al encuentro, surgen los sentimientos de asombro: se ha fijado en mí; cuenta conmigo, me invita a participar en su obra. Se despierta al mismo tiempo la conciencia de la propia fragilidad y pobreza. En el itinerario del seguimiento se ratifica y confirma la experiencia de la propia fragilidad. Desde ella se hace más real y profunda la in-vocación al Señor que llama. La experiencia de la torpeza, de la  propia lentitud en el camino del discipulado convierte la invocación en un ejercicio cotidiano, repetido; desde el fondo del  alma de pobre surge el grito de la oración, de la confianza y de la fe… No en vano “la pobreza bíblica es esperanza teologal. La pobreza- la esperanza- es un crédito infinito abierto a Dios”1.

Por todo ello, celebrar y meditar la resurrección de Jesús implica despertar las más hondas vibraciones de nuestro corazón: el deseo de vivir, de vivir para siempre, de amar y ser amados. Contemplar al Resucitado es sentir ganas de resucitar con Él. Radicaliza la convicción de que “la vida no termina, se transforma”. Nos ama lo suficiente como para hacernos resucitar. Cristo ha resucitado. Yo quiero resucitar.

 

1 Severino María Alonso, Identidad de la vida consagrada,  Madrid 1998. p. 378.