Vivir la pobreza evangélica es una opción en libertad que el seguidor de Jesús asume para caminar tras Él con las manos abiertas, la mirada trasparente y el paso dispuesto siempre a la travesía. Sin ataduras, ligeros de equipaje, hemos decidido pasar por la vida haciendo el bien, cerca de los que sufren, restañando heridas, alentando la esperanza, compartiendo lo que somos y tenemos.
Los consagrados albergamos en nuestro corazón el deseo de vivir así: seguidores del Maestro, libres y liberadores; sencillos y comprometidos; creíbles en nuestro modo de actuar porque auténticos en el entramado cotidiano de relaciones y esfuerzos. A mi me parece que aquí está hoy la fuerza profética de la vida consagrada. Somos alternativos porque vivimos de manera diferente. Somos significativos porque en nuestro modo de vivir transparentamos al Maestro. Somos proféticos porque con nuestro compromiso estamos del lado de los pobres y abrimos prisiones injustas.
Cuando hoy hablamos de la pobreza evangélica en nuestras comunidades nos hacemos demasiadas componendas. Justificamos con banalidad que vivimos como la clase media de nuestro barrio o de nuestra ciudad. En ocasiones terminamos concluyendo, después de una discusión molesta sobre presupuestos y ajustes, que la pobreza es – finalmente – una cuestión personal. Y al decir “personal” estamos diciendo que va bien así, que no te metas donde no te llaman y que no nos compliquemos más la vida.
1. VIVIR CON MENOS BIENES
Pienso que hemos de recuperar frescura y radicalidad en nuestro modo de vivir la pobreza. En muchos casos, hemos de volver a ser pobres para los pobres. Y es que nuestro modo de vivir la pobreza es directamente proporcional a nuestra sensibilidad, cercanía y compromiso con los más vulnerables, con los últimos, con los más abandonados. Este proceso pasa, a mi entender, por aprender a vivir con menos bienes.
Aprender a estas alturas de la vida, dirán algunos. Y nos olvidamos que toda nuestra vida es un puro aprendizaje.
Caminos que rehacer, nuevas veredas por descubrir, senderos que nunca hasta ahora habíamos recorrido. En este caso se trata de volver sobre nuestros pasos para encontrar de nuevo los cruces de caminos que nos hicieron tomar la dirección equivocada sin darnos cuenta. Porque creo que se trata de eso, hemos confundido el sendero. A un cierto momento, casi sin percibirlo, nos hemos adentrado por caminos de comodidad y bienestar bajo el seductor pretexto de que a los hermanos hay que tratarlos bien, que no nos puede faltar de nada o simplemente el tan traído y llevado así vive todo el mundo.
Y algo de verdad hay en este canto de sirena que nos invita a considerar como normales las opciones que habíamos prometido dejar de lado en nuestro proyecto de vida al profesar porque queríamos ser libres y liberadores, como Jesús.
Nada hay de malo en vivir con lo suficiente y que los hermanos tengan lo necesario para vivir. Por supuesto que es lícito que no falten los medios para desarrollar la misión. Pero lo perverso del argumento es identificar la necesario o lo suficiente con las necesidades que me va creando la propia vida religiosa cuando cedemos a la tentación de convertirnos en el centro de nuestras preocupaciones y en la “medida” que delimita la frontera entre lo lícito y lo ilícito en mi forma de vivir la pobreza evangélica. Al adentrarnos por esta senda, los argumentos justificadores nos anestesian hasta perder la sensibilidad.
Y luego está el permiso. O la decisión del superior de turno que piensa que es mejor la televisión de plasma de muchas pulgadas para que los hermanos vean mejor el futbol. O la buena voluntad del ecónomo que cree estar ayudando a hacer comunidad cuando la despensa está llena de los productos más caros del mercado porque son mejores. O la inconsciencia de quien, por crear comunidad, planea una semanita en la playa en un hotelito mono de la costa del Sol. La casuística sería interminable. El caso es que luego nos extrañamos de que un hermano dé un grito en la mesa muy enfadado porque aquel día no ha encontrado en el frigorífico la marca del yogourt que le gusta. Estamos locos.
Si a estas situaciones cotidianas le añadimos el afán por tener lo último en tecnología, cuentas bancarias personales o fines de semana libres, el cóctel está servido: terminamos siendo burgueses de medio pelo, egoístas e insufribles, para los que el celibato es la perfecta excusa para vivir mejor y más tranquilos.
Puede que sea una caricatura. O quizás no tanto. Porque estoy seguro de que a más de uno se le han venido a la mente situaciones concretas que vivimos en nuestra comunidad o en nuestra congregación. Es verdad que la mayor parte de los hermanos y hermanas no están en esta onda, pero sin entrar en lo banal de los ejemplos, una mirada crítica a nuestro alrededor nos ayuda a concluir que hemos dejado de ser significativos – en buena media – por nuestro modo de vivir.
Hemos de aprender a vivir con menos bienes. Es urgente buscar estilos de vida más esenciales, más austeros, más simples. Sólo así estaremos verdaderamente disponibles, porque ligeros de equipaje. Y no tendremos miedo a desinstalarnos, a ir donde el Señor nos envíe, a estar cerca de los que menos tienen porque nosotros tampoco tenemos nada: “no tengo ni oro ni plata… pero lo que tengo te lo doy. En Nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda” (Hch 3, 6).
2. UNA OPCIÓN ALTERNATIVA
Vivir con menos bienes es una opción de libertad que nos hace creíbles. Hay quien me pregunta de vez en cuando ante situaciones que necesitan un replanteamiento en nuestras comunidades ¿Y quién le pone el cascabel al gato? Yo no tengo muchas respuestas, pero lo que es cierto es que necesitamos sacudirnos de encima esta inercia vital en la que parece que nos hemos instalado y de la que para muchos es muy difícil volver atrás. Para ello, yo veo dos caminos: impulsar procesos personales que nos ayuden a recuperar capacidad profética y radicalidad evangélica y un nuevo liderazgo religioso que asuma con valentía la necesidad de cambio en nuestro modo de gestionar los bienes.
Somos cada uno de nosotros quienes hemos de activar procesos en nuestro propio proyecto vital. Interpelados por la Palabra y desnudos ante Dios, hemos de comenzar por reconocer nuestros límites y la medianía de algunas de nuestra opciones vitales. Y sacudirnos de encima la inercia y la costumbre, la comodidad de sentirnos instalados y seguros, endurecidos ante la posibilidad de darle un giro a nuestra vida. Necesitamos volver a adentrarnos por el camino de la radicalidad evangélica sacudiéndonos el polvo de los pies después de haber frecuentado mansiones poco edificantes y distantes de las opciones que asumimos en libertad seducidos por el Señor Jesús.
Se trata, precisamente, de avivar en nosotros el seguimiento de Jesucristo obediente, pobre y casto; caminar más cerca del Maestro pisando allí donde él pisó, viviendo centrados en Dios y atentos a su voluntad; pasando por la vida sanando y alentando la esperanza, sin dar rodeos, en la vida de los que comparten el sendero con nosotros.
Es una alternativa creíble que reclama también un nuevo liderazgo religioso. No necesitamos superiores que solo organicen la comunidad y planifiquen la misión, sino hombre y mujeres de espesura evangélica, de profundidad espiritual, de coherencia vital que indiquen nuevas veredas por las que también ellos transitan, abriendo espacios para el acompañamiento de los hermanos y hermanas, en especial los más débiles, los más heridos, los que han perdido la esperanza.
En este sentido, la comunidad que discierne podrá asumir con convicción un tenor de vida más austero, más simple, más solidario.
No deberemos tener miedo a vivir con menos bienes. Hemos de recuperar la sencillez y la disponibilidad de una vida más libre y más visiblemente evangélica. Es un nuevo estilo de comunidad religiosa que debe surgir del convencimiento de todos por vivir de forma más auténtica y visible nuestra opción por ser signos del Reino.
3. UN ESTILO MÁS SOLIDARIO
Hoy, como en todo tiempo, son necesarios los signos que hagan creíble nuestro anuncio. Vivir con menos bienes significa también ser más solidarios y estar cercanos a los más pequeños, a los más vulnerables, a los que más lo necesitan. Una comunidad de consagrados que quiera tomarse en serio lo significativo de nuestra vida religiosa ha de ser una comunidad creíble por su forma de vivir y visible en su modo de compartir los bienes con los que menos tienen.
La solidaridad le pone rostro concreto a la caridad y a la justicia precisamente cuando a nuestro alrededor se impone un estilo de sociedad en la que impera el sálvese quien pueda o la dictadura del mercado que hace a los ricos cada vez más ricos y a los que menos tienen cada vez más pobres.
Lo nuestro es alternativo. Vivir con menos bienes y compartir lo que somos y tenemos es expresión de la bienaventuranza que nos asemeja al corazón mismo de Dios. Él hace salir cada día el sol sobre buenos y malos, cuida siempre a los más pequeños y no se olvida nunca de ninguno de sus hijos. Por eso, nuestra casa es lugar de acogida; nuestro tiempo es disponibilidad para quien necesita una mano; nuestro trabajo es aportación en la edificación de una realidad mejor; nuestro salario es posibilidad de compartir; nuestra privación es expresión evangélica del no considerar nada nuestro porque pertenece a los pobres.
Hay pocos gestos más elocuentes en el evangelio que el hecho del despojarse del manto por parte de Jesús al inclinarse a lavar los pies de sus discípulos. Es la máxima expresión de la pobreza, de la kenosis más absoluta. Aquel que había afirmado no tener donde reclinar la cabeza abre una senda nueva a la solidaridad pagando de persona: mi existencia, sencilla y pobre, está a tu servicio. Me importas mucho. Cuenta conmigo. La entrega de la propia vida en la cruz hizo definitivamente creíble el signo porque solo el amor auténtico es digno de ser creído. “Y si yo, el Maestro y el Señor he hecho esto con vosotros, haced vosotros lo mismo” (Jn 13, 14).