Si el grano de trigo no muere…

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Que la muerte engendre vida es una de las convicciones esenciales de Jesús. No es un mero pensamiento de las horas de meditación sino una experiencia dolorosa y gozosa al mismo tiempo. En un momento histórico en el que la vida no tenía un precio demasiado elevado Jesús se empeña en afirmarla y en mantenerla, es uno de los signos mesiánicos más claros.
También es cierto que la concepción que Jesús tiene de la vida es la que está entretejida de debilidad y fragilidad (la caña cascada y el pábilo vacilante), la que es anulada por ser molesta al poder (el caso del Bautista), la que es amenazada por la pretendida ley de Dios (la adúltera) o la que es ignorada u olvidada (leprosos, mujeres enfermas, paralíticos, ciegos, endemoniados, la hija de la Siro-fenicia, la de la pecadora pública, la samaratina y el samaritano…) Jesús, en todos esos casos, le devuelve a la vida su densidad perdida o robada, la recrea desde los parámetros nuevos del Reino.
Pero no se trata de una evidencia. En muchos de los casos esta nueva vida regalada sólo repercute en el individuo y en el entorno más cercano. Y , no pocas veces, provoca reacciones adversas: la más llamativa es el caso de Lázaro, en el que ese revivir hace crecer el deseo de dar muerte a Jesús y al mismo Lázaro recién renacido.
Por todo ello la debilidad sigue siendo la clave de interpretación de la vida que regala Jesús, incluso de su resurrección y de la nuestra. Sigue sin ser una prueba concluyente o una certeza meridiana. Pero es una esperanza de recreación en el aquí y ahora histórico, en este tiempo de pequeñas resurrecciones cotidianas envueltas de debilidad, en estos granos de trigo que se nos van muriendo (a diario) para engendrar nueva vida si los enterramos. Los graneros de la acumulación no tiene sentido en el campo del Reino que siembra con generosidad y hace que crezcan solos, aunque mezclados (mezcla hermosa y débil) con la cizaña.