Tradiciones y vida religiosa
Pedro Manuel Sarmiento, cmf.
Una de los dichos cotidianos que más daño ha producido a la vida religiosa es: «siempre se ha hecho así». Esta frase ha paralizado iniciativas, dado baños de realismo, frustrado sueños y, sobre todo, ha servido como arma para frenar los cambios y el futuro.
Probablemente sea la frase que más detestan los jóvenes religiosos. Los religiosos mayores, a su vez, también la soportaron cuando tenían su edad. El dicho vuelve frecuentemente y sobrevive a las renovaciones. Perdura, porque es una declaración que soporta la inercia vital, otorgando a quien la dice una «garantía» inmediata de fidelidad.
¿Cuáles son las tradiciones que avalan la fidelidad? ¿Hasta que punto son necesarias para vivir en un seguimiento consecuente? ¿El coraje para ciertas rupturas no está al comienzo de todo carisma?. El asunto no es un tema menor, llega hasta el mismo Jesús, tal y como se refleja en la tensión evangélica entre el «habéis oído que se dijo… pues yo os digo»[1]. Sin embargo, no vamos a ir tan lejos, ni afrontaremos la diferencia entre Sagrada Tradición y tradiciones, que funda la apostolicidad eclesial
[2].
La pretensión de esta contribución es mucho menor, afecta sólo a una toma de conciencia sobre los pequeños hábitos, aquellos que, conformando nuestra existencia cotidiana, procuran una seguridad discutible. Queremos someterlos a algunas cuestiones: ¿en qué medida esas tradiciones garantizan la fidelidad?; ¿responden a un pasado verdadero, o sólo a una ficción?; ¿qué anclajes vitales producen?; ¿qué posibilidades ofrecen o miedos conjuran en quienes las invocan?
Leer las tradiciones del pasado no es tan fácil como parece. Diferenciarlas de los hábitos mecánicos es un arte. La palabra misma «tradición» encierra una tensión paradójica. Por un lado remite al hecho de que el pasado ancla nuestro presente; por otro, empuja para construir el futuro. Desde ese impulso se podrá volver a hablar de tradición, cuando ya no esté vigente. Todo esto, sólo y exclusivamente, vivido desde el presente, que es el tiempo real. La tradición es a la vez un ancla y una pértiga. Vivirla, supone saltar adecuadamente, dominar el arte del movimiento y no romper la cuerda de la existencia personal entre la herencia y la singularidad.
La tradición nombra una tarea, algo «que se lleva» con la tensión del razonamiento y la libertad de elección. La observancia de la tradición es el resultado de una elección libre. Los hábitos no siempre son la tradición. Los hábitos, clásicamente considerados, facilitaban la elección del bien, pero también podían producir, como efecto contrario, la incapacidad para elegir razonablemente al verse el sujeto arrastrado por la costumbre. Un hábito puede ser un seguro, pero no puede ahorrar la tarea de pensar y discernir en libertad.
El «siempre se ha hecho así», no es una apelación a la tradición. Oculta un comportamientos mecánico que, cuando se ve obligado a justificarse, intenta hacerlo por la garantía de la repetición. La frase encubre una «confianza volátil» que con dificultad resistiría algunas críticas. ¿Ese «siempre» es un ─permítaseme la reiteración para entendernos─ «siempre-siempre», o tuvo un comienzo y tendrá un final? Muchas de las apelaciones a la vigencia del pasado hablarían de una duración mucho más corta de lo que, a veces, suponemos, o incluso de una invención que nunca existió. Hay algún historiador que incluso se atreve a postular la «invención de la tradición» (Hobsbawn
[3]) como clave de la historiografía.
Debajo de todo esto hay una valoración de la duración como único garantía de validez y verdad[4]. Hay que pensar, sin embargo, que hay errores que se han mantenido mucho tiempo, y no por ello se han convertido en verdades, y verdades que han sido olvidadas demasiado pronto, lo cual constituyó una pérdida irreparable. Cuando pienso en la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia, creo en esa capacidad de discernir claramente entre estos elementos. El Espíritu actúa la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el fin de los tiempos, de ir aclarándolo todo, lo que significa ir creando la respuesta justa de la fe para cada época. Ponerse bajo la acción del Espíritu Santo, es un compromiso con el tiempo, olvido de los lastres del pasado, recuperación de sus posibilidades inéditas y la exigencia con los retos futuros de la fe.
Los hábitos mecánicos implican un defecto institucional estructural: el convencimiento de que no hay nada, o es poco, lo que las personas vivas pueden aportar para mejorar las instituciones. En el ámbito académico, esta impresión puede ser tan real, que algunos alumnos de teología incluso llegan a creer que ésta sólo se puede hacer contando con autores muertos. Recientemente se lo declararon así, para su asombro a un compañero docente.
La valoración del pasado en sí, con su aureola de mítica verdad, desalienta a los jóvenes religiosos si no experimentan su posibilidad de vivir las constantes de su presente. Es cierto que hay jóvenes muy conformistas, sin embargo es difícil imaginar qué joven puede querer vivir un carisma cuando, de antemano, ha de hacerlo con el convencimiento de que su contribución puede trastocar un legado intangible. La necesidad de ajustarse a un pasado dado, puede volverse una realidad cotidiana muy dura, cuando domina todas las visiones del modo de vivir y actuar de una comunidad. En ese momento la apelación a «siempre se ha hecho así», cierra la creatividad, la diversidad e impide la innovación. La reacción generosa del interlocutor joven, puede llevarle a hacer concesiones pero, en la mayoría de los casos, suele ir acompañada de un sentimiento de exclusión nada ficticio. En el peor de los casos, podría aparecer un implícito deseo de resarcimiento, que se traduciría en un “vendrá un día en que será mí oportunidad”.
Las instituciones no están dispuestas fácilmente a cambiar los presupuestos de una identidad que consideran fija. Lo que llamamos conservación de las tradiciones, no puede ser un mero proceso de adoctrinamiento. Si no dejamos a la creatividad el espacio que se merece, si no encarnamos el lenguaje de la fe, impediremos la honradez de cada uno consigo mismo y la necesaria vivencia de una identidad compartida. Evidentemente si no hay ese espacio no puede haber una pregunta por el crecimiento vocacional. Este peligro se hace un problema real cuando los institutos repiten una formación estándar, reproduciendo ideas que siempre se expresan de forma invariable.
La identidad de un carisma es algo que la iglesia reconoce como una realidad viva, lo que exige enfrentarse con la larga tarea de recrearlo, con la positiva sensación de «inacabada identificación» de los miembros que lo viven. La interpretación de los hechos fundacionales pasa por esta visión. No es lo más definitivo lo que los fundadores y fundadoras hicieron en su tiempo, sino lo que harían en el nuestro si vivieran en él
Los carismas no sobreviven por conservación arqueológica, ni por sustracción de existencias, sino por adición de personas y biografías. En una familia todos cuentan. A veces, la necesidad juvenil de asimilarse, o de evitar conflictos, puede ser tan fuerte, o tan simple, que algunos jóvenes se conformen con envejecer prematuramente. Pero la vejez no es una garantía de sabiduría, ni de recta tradición por sí misma, de la misma manera que la juventud no lo es de innovación o creatividad. El valor de las tradiciones hay que demostrarlo con la prueba de su transparencia evangélica, no sólo por su resistencia al paso del tiempo, por eso en el Perfectae Catitatis se habló inteligentemente de tradiciones «sanas», término contrario a «enfermas» y no de tradiciones «venerables», como se propuso en los primeros esquemas
[5].
La demanda de signos evangélicos más claros ─ muchas veces presentada silenciosamente por el interlocutor de nuestra misión─ puede ser un buen indicador de búsqueda, que impida perder tiempo y energías en tradiciones irrelevantes. El hecho de que los «de fuera» no entiendan algunos gestos, no siempre se debe a su incapacidad de conexión o a su mala voluntad. No nos debe llevar a reaccionar con la validación por nuestra diferencia, mediante la consabida certeza de que sólo quienes estamos dentro somos capaces de juzgar lo que hacemos. Algunas veces, nuestro interlocutor nos esta diciendo que nuestro lenguaje puede ser ridículo, incomprensible o fuera de lugar. No debemos olvidar que la fidelidad al recuerdo de Jesucristo depende, en su mismo centro, del valor espiritual de aquellos que lo recuerdan, por eso hemos de potenciar gestos y acciones que el mundo pueda entender. El criterio de elección será si esos gestos expresan la centralidad del evangelio en nuestra vidas, y si son una donación clara para la de los demás. Demasiadas veces, los mal valores llamados «tradicionales», son el resultado de elecciones humanas contingentes, efímeras o inerciales. A este respecto, la historia de la vida religiosa es muy ilustrativa. También lo es la de cada instituto. Piénsese, por ejemplo, cuántas tradiciones desfasadas, incluso fundacionales, cayeron por la gracia de la expansión de nuestros institutos en tierras de misión. ¿Qué congregación, de larga tradición europea, no tuvo que cambiar sus hábitos, horarios, vestimenta, principios de organización, observancias, espacio doméstico, algunas incluso su nombre, etc., para adaptarse a situaciones donde muchos de estos aspectos hubieran sido impensables, inviables o, sencillamente, antitestimoniales?
La afirmación «siempre fue así…» debería restringirse absolutamente, porque no fue «siempre», ni «así»… No tiene parangón con la afirmación de «nacer de nuevo y de lo alto»
[6]. Cuando la vida produce capas, volver a nacer es casi imposible. Pero nuestra nostalgia no se puede girar siempre hacia pasado, como si allí hubiera estado, por principio, lo mejor. En el único caso en que eso se da, es en el origen de la revelación en la historia de Jesús, pero eso son palabras mayores. Jesús invita a Nicodemo a nacer hacia el futuro. El presente del Espíritu impulsa a sospechar que es necesario cambiar las preguntas, hacérselas de nuevo, sin que las tradiciones penúltimas condicionen el sentido último. La posibilidad abierta de respuestas diferentes, alienta la certeza creyente de que Dios aún tiene algo que decirnos.
[1] Cf. también la crítica valiente a las tradiciones farisáicas por parte de Jesús en Mc 7,1-12.
[2] A este respecto el Concilio Vaticano II fue decisivo en DV. 7-10.
[4] Como hace notar Severino María Alonso: «El criterio[… ]para determinar si una tradición pertenece al patrimonio espiritual de un instituto y, en consecuencia, si debe conservarse, no es el de su antigüedad, sino el de su vitalidad y positiva eficacia actual», Severino María ALONSO cmf. Una pasión de amor. Consideraciones teológicas sobre la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 2006, 165. El autor ilustra su argumentación con los interesantes textos de ES. II, 17; ET 3; ES II,14
[5] Cf. P.C.2. El cambio de adjetivo fue el resultado de una propuesta del Cardenal Arturo Tabera cmf., cf. De statibus perfectionis adquiriendae, n.12. Cf. Severino María ALONSO cmf. Una pasión de amor. Consideraciones teológicas sobre la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 2006, 165-166.
[6] cf. Jn 3,3-4.