«SOLO PUEDO PRESUMIR DE SU MISERICORDIA»
La vida consagrada como lugar teológico de la Misericordia de Dios
A lo largo de todo el año nos hemos dejado acompañar por Teresa de Jesús, de su experiencia y de su visión de la Vida Consagrada. Y concluir estas meditaciones con ese matiz peculiar de la misericordia de Dios, no solo no nos aleja del tema, sino que hace emerger lo que bien podemos denominar la experiencia fundante en la vida de Teresa de Jesús. Y sin una clara perspectiva de lo que para ella significó el Dios de las misericordias, no podríamos ni entender su vida, ni comprender su vivencia de la consagración.
Descubrirnos como protagonistas de la Misericordia de Dios
Bajo este enunciado podríamos concebir la principal invitación que Teresa quiere hacernos a todos los cristianos y particularmente a los consagrados. Nuestra vida, que se entiende como seguimiento de Cristo, se funda en una llamada que de uno u otro modo hemos sentido y percibido en nuestra vida. Una llamada que nos ha abierto a la escucha del corazón de Dios, que ha querido necesitar de mi vida, de toda mi existencia.
Sin lugar a dudas, es en esa llamada donde de una manera concreta se descubre para cada consagrado y consagrada el sentido personal de la misericordia de Dios. Como algo real, palpable en mi propia historia y que puedo y debo hacer siempre consciente. El Dios que en Jesucristo se ha fijado en mí, a pesar de mi pobreza, de mi pecado, de mi debilidad, de mi indignidad… es el Dios que me ha mirado con misericordia, es decir, acogiéndome en lo que soy, sin condiciones.
Teresa sabe de la importancia de este descubrimiento experiencial, que puede ser la clave para mirar la propia historia con otros ojos, para adentrarnos en un conocimiento más auténtico de Dios en la propia vida y existencia. Tenemos la oportunidad de volver a ese momento que, con toda seguridad, nos llevará a renovar nuestra experiencia del amor misericordioso de Dios. Y será la clave fundamental para la vida y para vivir este retiro.
Cuando Teresa de Jesús se puso a escribir la historia de su vida no lo hizo como una crónica histórica. Su experiencia y madurez personal y espiritual la llevaron a releer su historia en clave de misericordia, en clave de historia de salvación. De hecho, ella hubiera titulado ese libro como el “Libro de las misericordias de Dios”, tal como señaló en una carta de 1581 a D. Pedro de Castro y Nero. El P. Báñez, uno de los teólogos censores de su escrito, llegó a reconocer: “Pretendiendo en esto que sus confesores la conociesen y la enseñasen, y juntamente aficionar en la virtud a los que leyesen las misericordias de Dios”.
Aquí ella nos da la clave para releer la propia vida, la trayectoria de nuestra consagración, como una verdadera historia de salvación, una historia del amor de Dios derramado en nuestros corazones y siempre presente en toda nuestra existencia. Y así Teresa no se cansa de confesar: “Mas bien sabe Su Majestad que solo puedo presumir de su misericordia” (3M 1, 3).
Dejarnos encontrar por la
Misericordia
Esta experiencia fundante, que termina por llevarle a Teresa a la conversión después de 20 años de vida en el convento, solo se entiende en clave de misericordia. Teresa percibe que es en ese concepto donde mejor se nos manifiesta la verdad de Dios, del Dios que no ha dejado de buscarla a lo largo de todo su caminar, aun cuando ella no ha sabido ser consciente de ello.
Casi con remordimiento reconoce Teresa su ceguera. Pero que le servirá de lección personal y de experiencia mistagógica para ayudarnos también a nosotros. De hecho, entre sus verdaderos propósitos a la hora de ponerse a escribir, está el “engolosinar las almas de un bien tan alto” (V. 18, 8), es decir, renovar en nosotros la experiencia de Dios para que descubramos y sintamos su verdadero rostro, libre de prejuicios personales, culturales y académicos. Y que como ella también cada uno se anime a cantar las misericordias de Dios.
Ella pretende que quede de manifiesto y que se vea “la misericordia de Dios” (V. 8, 4), la obra de un Dios que busca por todos los medios salvarla. Teresa se hace consciente de que su caso no es “único”, y que lo que Dios está obrando en ella es consecuencia del compromiso “histórico” que Dios ha contraído en su Hijo con toda la humanidad: su salvación.
Para la mística abulense el Dios de las misericordias es Aquel que nunca se ha cansado de buscarla. Por eso ella acentúa con fuerza su vida pecadora, “llena de infidelidades”, frente a la presencia de la mano de un Dios que consigue, –a pesar de sus continuas oposiciones– guiarla siempre a buen puerto. Y así reconoce que desde su infancia Dios estuvo presente en su vida, en aquellos fervores que la hicieron sentir el gozo de la fe de cuando niña (la religiosidad infantil fantasiosa y generosa, el gozo de su vocación…). Pero también fueron apareciendo los elementos negativos que oscurecieron esos primeros pasos en la fe (sus vanidades de adolescente, la mediocridad de su vida religiosa…). Y, sin embargo, Dios nunca dejó de buscarla.
Teresa va perfilándonos el rostro del Dios misericordioso como Aquel que no se cansa de llamarla a pesar de sus múltiples ingratitudes, a pesar de su falta de corresponsabilidad con los dones recibidos. El pecado de Teresa se va perfilando como un pecado de carácter teologal, como un “ignorar” o no querer ver que Dios está actuando en ella y que la llama a un cambio de vida.
No falta en la Santa, sin embargo, ese esfuerzo por ser fiel y por darse a la oración, que será el espacio donde Dios aprovechará para hacerse el encontradizo (cf. V. 4, 7 ss). Pero su debilidad es más fuerte y se deja llevar por el mundo. Y aunque en un primer momento no parece resentirse por esta opción tomada, pronto se acrecienta en ella con mayor fuerza, esa lucha entre los dos contrarios, hasta que termina convenciéndose de que no puede seguir viviendo entre dos frentes opuestos: “Es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuánto más tantos años” (V. 8, 2).
Y así comenzó a abrir los ojos frente al Dios que la busca, frente al Dios que no deja de actuar con misericordia en su vida: “Mientras mayor mal, más resplandece el gran bien de vuestras misericordias” (V. 14, 11). Como hizo San Pablo, ella también nos quiere hacer ver que la misericordia de Dios se ha manifestado en su debilidad (cf. V 8, 4).
Releer nuestra vida desde la misericordia de Dios
El testimonio de Teresa nos anima a releer nuestra propia historia en clave de misericordia. Ciertamente no es una tarea siempre fácil, porque ello conlleva adentrarse en el camino de la humildad, para aprender a reconocer nuestra ceguera y torpeza en el camino de la vida. Pero con una consigna que ha de animarnos en este proceso: “Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que su Majestad dejó de perdonarme” (V. 19, 15).
Incluso la experiencia de pasar por reconocer la pobreza de la propia vida es para Teresa un inmenso don de Su Misericordia, que aunque doloroso, purifica el ego de su amor propio y abre los ojos a la gratuidad del don de Dios y del reconocimiento de su misericordia: “Porque muchas veces quiere Dios que sus escogidos sientan su miseria, y aparta un poco su favor, que no es menester más, que a osadas que nos conozcamos bien presto. Y luego se entiende esta manera de probarlos, porque entienden ellos su falta muy claramente, y a las veces les da más pena ésta de ver que, sin poder más, sienten cosas de la tierra y no muy pesadas, que lo mismo de que tienen pena. Esto téngolo yo por gran misericordia de Dios; y aunque es falta, muy gananciosa para la humildad” (3M 2, 2).
Solo así comienza a hacerse vida la experiencia de la misericordia de Dios. Teresa sabe que muchas veces hemos perdido el tiempo como el hijo pródigo, que regresando a casa se encuentra con la misericordia de su padre: “que quién hay que halle todo lo que ha menester como en su casa, en especial teniendo tal huésped que le hará señor de todos los bienes, si él quiere no andar perdido, como el hijo pródigo, comiendo manjar de puercos” (2M 1, 4).
Ciertamente la casa donde nos espera el Padre es, para Teresa, el centro de nuestra alma, donde siempre Dios nos está esperando para hacernos entrar en su misericordia, donde encontramos todos los bienes: “¿Puede ser mayor mal que no nos hallemos en nuestra misma casa? ¿Qué esperanza podemos tener de hallar sosiego en otras cosas, pues en las propias no podemos sosegar? Sino que tan grandes y verdaderos amigos y parientes y con quien siempre, aunque no queramos, hemos de vivir, como son las potencias, ésas parece nos hacen la guerra, como sentidas de las que a ellas les han hecho nuestros vicios. ¡Paz, paz!, hermanas mías, dijo el Señor, y amonestó a sus Apóstoles tantas veces. Pues creedme, que si no la tenemos y procuramos en nuestra casa, que no la hallaremos en los extraños. Acábese ya esta guerra; por la sangre que derramó por nosotros lo pido yo a los que no han comenzado a entrar en sí; y a los que han comenzado, que no baste para hacerlos tornar atrás. Miren que es peor la recaída que la caída; ya ven su pérdida; confíen en la misericordia de Dios y nonada en sí, y verán cómo Su Majestad le lleva de unas moradas a otras y le mete en la tierra adonde estas fieras ni le puedan tocar ni cansar, sino que él las sujete a todas y burle de ellas, y goce de muchos más bienes que podría desear, aun en esta vida digo” (2M 1, 9). Aquí tenemos la oportunidad de experimentar en lo más hondo lo que significa la misericordia de Dios para con cada uno. Solo desde ahí podemos releer con Sus Ojos nuestra propia historia.
El descubrir su actuar misericordioso en mí, me enseña a confiar en su misericordia: “Y como en estas grandezas suyas han conocido más sus miserias y se les hacen más graves sus pecados, andan muchas veces que no osan alzar los ojos, como el publicano; otras con deseos de acabar la vida por verse en seguridad, aunque luego tornan, con el amor que le tienen, a querer vivir para servirle –como queda dicho– y fían todo lo que les toca de su misericordia”. (7M 3, 14). Pero sobre todo a aprender a amar a Dios, y de este modo encarnar en la propia vida el mandato de Jesús “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”: “y se regalarán y despertarán a más amar a quien hace tantas misericordias, siendo tan grande su poder y majestad; cuánto más que sé que hablo con quien no habrá este peligro, porque saben y creen que hace Dios aun muy mayores muestras de amor. Yo sé que quien esto no creyere no lo verá por experiencia, porque es muy amigo de que no pongan tasa a sus obras, y así, hermanas, jamás os acaezca a las que el Señor no llevare por este camino” (1M 1, 4).
Entrar en esa experiencia del Dios misericordioso llena todo de sentido, y predispone la vida a acoger todo como don: “Por eso, hermanas, tengo por mejor que nos pongamos delante del Señor y miremos su misericordia y grandeza y nuestra bajeza, y dénos Él lo que quisiere, siquiera haya agua, siquiera sequedad: Él sabe mejor lo que nos conviene” (6M 6, 9).
Desde ahí se suscita la auténtica respuesta que Dios espera de cada uno, que se abra a confiar en su misericordia: “Tiene por mejor procurar que se le olvide y traer delante sus pecados y meterse en la misericordia de Dios, que, pues no tiene con qué pagar, supla la piedad y misericordia que siempre tuvo con los pecadores” (6M 5, 5). Un Dios que “sacará a puerto de luz” (V 19, 4), que “nunca se cansa de dar” (19, 15) y que “a todos ama” (27, 12).
Aprender a confiar en su Presencia constante
Uno de los contenidos que pone mejor en evidencia el ser misericordioso de Dios, es su constante Presencia en mi vida. Teresa tuvo muchas dificultades para llegar a afianzarse en esta verdad de fe. Y por eso sabe lo importante que es cultivar en nosotros esa certeza, que nos librará de tantos desánimos e incomprensiones en nuestro camino de fe como consagrados.
Teresa comienza a darse cuenta de que verdaderamente Dios es tal, cuando acepta en su vida el hecho de que este Dios ha estado y está siempre presente en su vida, dentro de sí: “Acaecióme a mí una ignorancia al principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas. Y como me parecía estar tan presente, parecíame imposible. Dejar de creer que estaba allí no podía, por parecerme casi claro había entendido estar allí su misma presencia. Los que no tenían letras me decían que estaba solo por gracia. Yo no lo podía creer; porque, como digo, parecíame estar presente, y así andaba con pena” (V 18, 15). Teresa quiere convencernos de esta verdad: que nunca dudemos de la presencia amorosa de Dios en nuestra vida, por muy indigno o pecador que uno se vea. De lo contrario le puede suceder como a ella: que se cae en el desánimo o se deja la oración por un cierto sentimiento de indignidad o falsa humildad (cfr. V. 8, 7).
Profundizar en el sentido de esta presencia le lleva a Teresa a descubrir y ofrecer signos evidentes del amor de Dios, cuyo deleite no es otro que el de “estar con los hijos de los hombres” (V. 14, 10).
Pero desde donde realmente ella percibe el misterio que encubre la misericordia divina, va a ser en su pecado, en su infidelidad, en su continuo “traicionar” ese amor siempre presente. Al respecto Teresa nos ofrece innumerables referencias, que en ocasiones se hacen oración, casi como indicándonos hasta qué punto es importante el mensaje que ella nos quiere trasmitir. Ni siquiera nuestro pecado aleja a Dios de nosotros. Solo creyendo esta verdad, comenzamos a entender hasta qué punto su misericordia es eterna conmigo (cf. V. 4, 3).
Teresa, nos invita a dejarnos sorprender por el descubrimiento del Dios que no ha dejado ni un instante de acompañarme en mi vida, en mi fracaso o en mi pecado. La misericordia es el modo de ser y del obrar pedagógico de Dios en mi vida y en la vida de todos. Teresa subraya que a pesar de sus continuas infidelidades, Dios nunca la abandonó, antes procuraba “regalarla”: “No parece esperabais otra cosa sino que hubiese voluntad y aparejo en mí para recibirlos (los tesoros), según con brevedad comenzasteis a no solo darlos, sino a querer entendiesen me los dabais” (V. 19, 7). Teresa vive convencida de que el Dios de Jesucristo solo sabe “castigar” con muestras continuas de amor. Y sí aprendiéramos a descubrir así nuestra historia, daríamos el mayor culto que Dios espera de nosotros: el reconocimiento de su amor en mi vida.
Esta experiencia, que nos lleva a crecer en una fe que pone su seguridad en Dios “la misericordia de Dios me pone seguridad” (V. 38, 7) y permanece abierta a acoger su voluntad (cf. V. 11, 12), no es percibida por Teresa como exclusiva de unos pocos. Dios es así con todos. Ella no se considera una excepción, sino que vive convencida de que Dios quiere ofrecer todos esos bienes de su amor a todos los hombres. Solo está esperando a que nos abramos a su silenciosa presencia de amor: “¡Oh almas que habéis comenzado a tener oración y las que tenéis verdadera fe!… Mirad que es así cierto, que se da Dios a Sí a los que todo lo dejan por Él. No es aceptador de personas; a todos ama. No tiene nadie excusa por ruin que sea, pues así lo hace conmigo trayéndome a tal estado” (V. 27, 11-12).
La razón es muy simple: “La grandeza de Dios no tiene término, tampoco le tendrán sus obras. ¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas? Es imposible, y así no os espantéis de lo que está dicho y se dijere, porque es una cifra de lo que hay que contar de Dios. Harta misericordia nos hace que haya comunicado estas cosas a persona que las podamos venir a saber, para que mientras más supiéremos que se comunica con las criaturas, más alabaremos su grandeza y nos esforzaremos a no tener en poco almas con que tanto se deleita el Señor, pues cada una de nosotras la tiene, sino que como no las preciamos como merece criatura hecha a la imagen de Dios, así no entendemos los grandes secretos que están en ella” (7M 1, 1).
La vida consagrada como lugar de experiencia y testimonio del amor misericordioso de Dios
Si somos capaces de descubrirnos como sujetos vivos de esa Historia de la Misericordia de Dios, nuestra vida comienza a anclarse en la roca firme. Para Teresa la vida del consagrado se convierte en un lugar teológico donde Dios manifiesta su ser misericordioso, y donde se ofrece la posibilidad de realizar el principal de los testimonios apostólicos: anunciar al mundo el verdadero rostro de Dios, la Buena Noticia del Evangelio.
La comunidad consagrada es lugar privilegiado para vivir auténticamente la misericordia de Dios, siguiendo la invitación de Cristo y la percepción que Teresa tiene del mandamiento del amor.
Su llamada me consagra como testigo y enviado para llevar al mundo, al hombre de hoy, lo que posiblemente más necesita: la certeza de saber que hay Alguien capaz de amar incondicionalmente a la persona y de acogerla en su pequeñez y en su limitación. Para Dios mi consagración vivida en clave de misericordia, es decir, sabiéndome infinitamente amado y perdonado en mi pobreza, es la manera como Él puede hacer visible en mí y a través de mí su rostro misericordioso. Y en ese sentido podemos entender la invitación que Teresa hacía a sus monjas: “Sino que andemos en verdad delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos, en especial no queriendo nos tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotras lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad” (6M 10, 6). Es en la simplicidad de la vida, acogiéndonos en nuestra fragilidad, que realmente damos testimonio de su misericordia, anunciando desde la propia experiencia de fe “sus misericordias, para que más sea alabado y glorificado su nombre” (7M 1, 1).
PARA INTERIORIZAR:
“Decís Vos: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, que yo os consolaré. ¿Qué más queremos, Señor? ¿Qué pedimos? ¿Qué buscamos? ¿Por qué están los del mundo perdidos, sino por buscar descanso? ¡Válgame Dios, oh, válgame Dios! ¿Qué es esto, Señor? ¡Oh, qué lástima! ¡Oh, qué gran ceguedad, que le busquemos en lo que es imposible hallarle! Habed piedad, Criador, de estas vuestras criaturas. Mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz; mirad que es más menester que al ciego que lo era de su nacimiento, que éste deseaba ver la luz y no podía. Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia.
¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar los pecadores; éstos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros. Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia” (Exclamación 8).