(FERNANDO MILLÁN). He estado en varias ocasiones en Malta, con motivo de diversos actos y celebraciones de nuestra provincia carmelita. Se trata de una isla llena de belleza mediterránea, de historia, de arte y de cultura y, sobre todo, de gente afectuosa y hospitalaria, que ha visto pasar tantos y tantos visitantes, desde que San Pablo naufragara cerca de allí y dijera de los habitantes de la isla que “mostraban una humanidad poco común” (Hch 28, 2).
El Carmelo tiene en Malta una presencia con varios siglos de servicio a la Iglesia local. El caso es que los carmelitas malteses tienen una casa con una historia muy peculiar: el viejo convento carmelita de Lunzjata (que había sido una donación de Margarita de Aragón a principios del siglo XV), fue desmontado piedra a piedra por los frailes dos siglos más tarde para construir el convento de M’dina, esa joya que hoy es Instituto de espiritualidad conjunto entre carmelitas y carmelitas descalzos (O.Carm y OCD), museo y centro cultural en el corazón de la hermosísima ciudadela.
Me llamó mucho la atención aquella historia: un convento que se desmonta para poder construir otro convento. Una presencia que se transforma, que se muda para permanecer viva y fiel, y no pude por menos que admirar la flexibilidad vital y espiritual de aquellos carmelitas del siglo XVI. Las piedras eran las mismas, pero la presencia adquiría una nueva configuración. Tampoco pude dejar de compararlo con algunas situaciones que vivimos hoy en la vida religiosa, especialmente con la falta de capacidad para acoplarnos a nuevas situaciones, la escasa libertad para cerrar una presencia (algo siempre triste, qué duda cabe) y abrir otra que pensamos pueda ser más significativa, más fructífera, más apostólica…
Se trata (¡todo un reto!) de hacer lo mismo, pero de hacerlo de otra manera. Ello nos lleva a plantear bien un debate cada vez más frecuente en las órdenes y congregaciones en Europa. La cuestión principal no es qué no vamos a hacer (qué casas vamos a cerrar, qué no podemos hacer, etc), sino lo contrario: qué queremos hacer (en positivo), es decir, qué podemos ofrecer desde nuestro carisma a la gente, a la Iglesia local y a la Iglesia universal. Parece algo sencillo (simplemente formular la cuestión en positivo y cambiar el gesto), pero conlleva un cambio de mentalidad y en algunos casos exigirá un verdadero cambio de actitudes: generosidad, apertura, discernimiento sincero, creatividad, disponibilidad, valentía y (por qué no decirlo) conversión… Cada actitud merecería un tratado, pero nos limitamos a sugerirlas para que -como aquellos frailecillos por los caminos polvorientos de Malta- seamos capaces de trasladar las piedras para que éstas sigan hablando…