¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO NOS REFERIMOS A LA ALEGRÍA?

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Nuestra sociedad, y en ella, todos nosotros somos, aún sin saberlo seguidores de la orientación filosófica del momento. Y este momento que ha ido sumando pequeños fragmentos del poso cultural de la modernidad, es heredera y deudora de Nietzsche. Este estilo de pensamiento ha ido dejando una idea muy difundida: “la Iglesia, con sus defectos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿no pone quizá carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?1. Como bien recoge el Papa Benedicto en la Encíclica “Dios es amor”. Esta sospecha que se ha hecho recaer sobre la Iglesia como temerosa de la felicidad, ha acompañado frecuentemente a la Vida Religiosa. Y sin embargo, la raíz de la decisión vocacional por el seguimiento de Jesús en la profesión religiosa, se asocia, necesariamente a la felicidad. Justamente en el prefacio de la profesión decimos: “porque el retoño inmaculado de la raíz de una Virgen, proclamó dichosos a los limpios de corazón…”2. En la bendición solemne o consagración del profeso, oramos expresamente a Dios diciendo “para que puedan cumplir fielmente, con tu ayuda, lo que hoy, llenos de alegría, han prometido”.3 Y decimos que nos consagramos para ser “gozosos en la esperanza”4 y que después de una vida entregada, cada religioso “se alegre de haber consumado la ofrenda de su vida religiosa”5. Estas expresiones son las que enmarcan en la Celebración de la Iglesia el don de la consagración.
La particularización de las mismas en cada congregación, no hace sino abundar en la alegría y el gozo que provoca en el corazón del ser humano el seguimiento de Jesús. Es, en este sentido, la confirmación más evidente de que nuestro estilo de vida, no sólo puede conducir a la felicidad, sino que nace del convencimiento de que Dios llama y espera que el ser humano sea feliz. “El gozo de Dios es que el hombre viva”, afirmaba el Padre de la Iglesia, y el gozo del hombre, creyente, es poder vivir la vida de cara a Dios. Es y debería ser, no sólo una máxima para la predicación, sino el estilo de nuestro vivir.

Un tema frecuente
Pero hemos de ser muy conscientes de que la pertenencia a una sociedad y época concreta, condiciona y configura esta fidelidad y felicidad. Son muchos los artículos y libros que hablan literalmente de la felicidad en la Vida Religiosa. Está siendo la pregunta sobre la felicidad, no sólo un iten de encuestas sino uno de los ejes sobre los que radican las asambleas y capítulos. Es, para las personas que prestan el servicio de gobierno una preocupación grave la situación anímica de los religiosos y, por tanto, la salud de las comunidades. No pocos trabajos de revisión de posiciones, llegan a la reflexión de cada comunidad y, en ella, se ve que ante la situación de penuria vocacional, el desconcierto conduce a encerrar la propia vida, a recordar más que proyectar, a proteger más que arriesgar, a conservar más que abrir. Me parece sugerente como alguno de los superiores generales abordó este asunto en carta circular dirigida a sus hermanos:
“Sé finalmente que vivir así, gozosamente… implica ir cambiando de mentalidad hacia actitudes más evangélicas como, a modo de ejemplo: a. superar la experiencia de oración como peso, dando paso a una experiencia de agradecimiento por participar en un don de Dios y de la comunidad que llama a orar; pasar del sentimiento de obligación o del deber a la alegría y el gozo de la gratuidad, del sentimiento de imposición al de sentir pesar por privarse de algo necesario; si no se viera así para uno personalmente, al menos –como recomienda San Agustín – por los hermanos que se sienten alentados a rezar por la presencia de los demás hermanos; b. superar la experiencia de comunidad como prueba a soportar para pasar a la satisfacción por la fraternidad ¡qué agradable y delicioso que vivan unidos los hermanos!6; c. pasar de la actitud de rebelarse contra los hermanos, aun los que molestan o son transgresores, a conllevar el peso de los hermanos; d. pasar de la actitud de soltería a una conciencia de paternidad espiritual.”7

Saltar de la sociología a la teología
Se dice que socialmente, la humanidad, muy preocupada de lograr un “yo” fuerte, experimenta en este momento una crisis de ubicación. Se dice también, que nosotros añadimos a esta crisis cultural una prueba más y es la renuncia a tres elementos constitutivos de la felicidad humana: la capacidad de poseer, de decidir y de engendrar. Cuando se ven los consejos evangélicos desde la frontera o barrera es posible que estos dones se queden en renuncias o limitaciones. Cuando nosotros vivimos la experiencia de consagración como limitación o freno, es posible que se configure en la vida del consagrado o consagrada un cierto resentimiento, una soltería estéril o un lamento por lo que nos gustaría hacer y no podemos. El problema está no en las posibilidades de la vida religiosa, sino en los peros que le ponemos para que ésta se desarrolle y sea fecunda.
La sociología nunca podrá sustituir a la teología, como el recuerdo puede ayudar, pero nunca puede condicionar el futuro. La sociología nos ayuda a andar en verdad, a pisar tierra, a valorar el momento y a relativizar sus ritmos. No dejarnos impresionar por lo que hoy ocurre o transcurre, porque este momento es circunstancial y tiene muchas similitudes con el inicio de siglo en otras eras. ¿O fue menor la crisis del comienzo del siglo XX? Por eso no está ni todo zanjado, ni estamos condenados a prepara nuestro “buen morir”, como algunos osados nos han dejado escrito. Estamos llamados a vivir y a vivir de manera que nuestra existencia merezca la pena. En nuestra felicidad personal, estriba la posibilidad de crear ámbitos de vida capaces de hacer nuestro camino posible para otros. Es muy sabia la literatura universal a este respecto. Leemos en el Talmud “ no estamos obligados a completar nuestra obra, pero no somos libres para dejarla”8. Ahí está la felicidad y la profecía del silencio que Dios nos pide protagonizar. Porque quizá el anhelo de otro tiempo, con sus números y coros, con sus obras y proyectos, además de estar magnificado, no es sino escapar del presente.

Miedo a ser feliz
Nuestra vida consagrada es para hombres y mujeres felices. Moderadamente felices y con los deseos y esperanzas cubiertos. Pero cuando tanto hablamos del grado de satisfacción del religioso o religiosa, ¿no estamos denunciando que algo pasa? Cuando queremos a través de retiros, circulares y propuestas abordar esta situación es porque en el yo íntimo de muchos hermanos se perciben no pocas desilusiones y quejas.
l Algunas estrictamente enmarcadas en aspectos funcionales u organizativos. Son dificultades que conectan perfectamente con los ejecutivos de nuestro tiempo. El cambio de función, la acción en sí, conlleva la crisis. Está diciéndonos que hace tiempo que el consagrado orante y comunitario ha desaparecido, para nacer un ejecutivo agresivo condicionado por el ritmo trepidante de la negociación… y esa no es la misión para la que un día nos fundaron.
l Otras hacen referencia a la historia. Una historia recreada en el dolor. Aquel daño que me hicieron, aquel desprecio que viví, aquel destino, aquella falta de confianza. Nuestra vida fraterna es, ante todo, una historia de salvación redactada por seres humanos, con los logros y las debilidades de hombres. Y así, es bastante frecuente que además del yo religioso y observante, aparezca el yo que se autoafirma o lucha. Pues bien, algunos religiosos experimentan el dolor de creer no haber sido queridos nunca en esta experiencia de salvación que llamamos comunidad. Es decir, “viven respirando por la herida”.
l El paso del tiempo, no como experiencia de gracia, sino como desgaste y frustración. Es ilustrativo recordar aquella parábola de Sans Vila en Salamanca, que contrastaba la alegría y vitalidad de una comunidad de ancianas religiosas con la «dejadez» de muchos teologados9 en aquellos tiempos, llenos de jóvenes. Nuestros años, lo hemos dicho muchas veces, no son barrera para nuevas vocaciones, todo lo contrario. Son barreras cuando confundimos el seguimiento de Jesús con mis costumbres para seguirlo. Y ahí, todos, jóvenes y menos jóvenes, podemos aportar a la comunidad nuestras tiranías y debilidades.
l Hay otras dificultades de orden íntimo que están unidas a la forma de ser o el estilo de vida. Está claro que cada uno tenemos nuestra historia, cultura, gustos, etc. Pero está claro también, que cuando el Señor llama a compartir una experiencia de vida comunitaria, capacita para situar en primer lugar lo que es primero y en segundo lo que es accesorio. Algunos religiosos, todos nosotros en algunas ocasiones, hemos medido nuestra felicidad por los logros de las propias pretensiones, o por la confirmación o no de lo que a mí me parece por parte de la comunidad. Cuando sabemos que el itinerario debe ser inverso, es desde la comunidad y sus decisiones donde yo encuentro el margen de libertad, suficiente y necesario, para desarrollar lo que necesito, quiero o me pertenece. Es curioso, cómo los religiosos, que profesamos una vida común solidaria y fraterna, somos un buen ejemplo de personas que vamos creando un yo particular e íntimo muy marcado y grande. Y esa es otro foco de enfermedad para la vida religiosa.
l Otro motivo de quebranto es aquel que se deriva de historias y asuntos no solucionados. Lo que vamos arrastrando a lo largo de los años y nos va a compañando y quebrando la apertura a la felicidad. Es muy elocuente aquel gesto que todos vimos en la película la Misión cuando aquel caballero español (Robert de Niro) decide entrar en la Compañía de Jesús y sube a la reserva del Paraguay con la red plagada de sus trofeos y conquistas, armaduras y armas, y apenas puede llegar al destino, hasta que el jesuita, que lo acoge en la Compañia, le corta la cuerda y cae todo ese fardo pesado. Son muchos los religiosos que en un momento de su vida experimentan la liberación ante ataduras viejas y empiezan a ser ellos, los que Dios siempre quiso, los que llamó desde el inicio.

La llave de la felicidad
Debemos concluir dando gracias a Dios. Y debemos hacerlo porque sopesando todos los instantes que el Señor nos ha proporcionado hasta hoy, es grande su misericordia con nosotros. Como a los apóstoles nos extrajo de un pueblo con nuestros nudos y ataduras; con nuestros pecados y debilidades. Pero se ha fijado en nosotros, en cada uno, y ha querido escribir una historia grande, tan grande que ninguno de nosotros, por si solo, podría realizarla. Ahí radica el misterio de la comunidad, que es mucho más que la suma de individuos, porque al unirnos y encontrarnos como hermanos, Dios posibilita una gracia especial que hace palpables los signos de su Reino.
Una clave concreta para tener una vida común más feliz radica en la oración. No la que cumplimos. Sí la oración del corazón, la afectiva, la que va más allá de lo reglamentado o prescrito. Esa oración afectiva que nos permite leer la historia desde la fe y evita que el juicio esté alejado de la caridad. Esa oración que va transformando el corazón, el entendimiento y la voluntad y nos capacita para ver la vida con ojos de artista y encontrar en los procesos y noticias razones para esperar y creer que la humanidad está en camino hacia Dios. Esa fe que nos permite hablar de la humanidad, como le gustaba decir a un claretiano anciano10, como la gran familia humana, porque somos los hermanos que oran por quien no lo hace. Esa fe que nos ayuda a vivir con un corazón de fiesta porque nos sabemos salvados y por eso no hacemos nuestra convivencia difícil ni calculada. Esa fe que nos lleva a conocer más a Dios y, por ello, a conocer mejor al hombre y así ser puente de encuentro de nuestra humanidad con el Creador. Esa fe que nos lleva a creer en nuestra familia religiosa, a crecer en el “nosotros” y a pedir al Señor que envíe nuevos operarios y además recibirlos aunque no tengan mi color, mi cultura o vean las cosas de manera muy diferente a mi. Esa fe que me lleva, cada noche, a darle gracias porque me ha permitido, un día más vivir en su casa, en su comunidad, con hermanos, por pura gratuidad, por puro amor. En palabras de S. Pablo, esa fe que me lleva a expresar: “todos hemos sido salvados gratuitamente por la fe, y esto no es cosa vuestra, es un don de Dios; no se debe a las obras para que nadie se llene de vanidad”11. “No os echéis atrás en el trabajo, tened buen ánimo, servid al Señor alegres en la esperanza”12, “porque el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”13. Éstas y, no otras, son las líneas fuerza que sostienen nuestra vida de consagradas y consagrados, experimentando como nos proponía el Beato Juan XXIII, “no tener ningún miedo, disfrutar de la vida, de lo bello, como gracia y don de Dios para mi felicidad”14.
1 BENEDICTO XVI, Dios es amor, nº 3.
2 Ritual de Profesión religiosa, Prefacio.
3 Ritual de Profesión religiosa, Consagración
del Profeso.
4 O. cit.
5 O. cit.
6 Salmo 132.
7 LECEA, Jesús María. Carta Circular de marzo de 2006 “¡In oboedientia, gaudium!” “Tratad de comprender lo que el Señor quiere” (Ef 5, 17).
8 Citado en ARNAIZ, J.M. Místicos y profetas, ppc 2004, p. 270.
9 Expresamente aludía como aquellos ojos, aquellas manos, incluso los leves movimientos de las sillas de ruedas extendían la alegría del gozo vocacional de la canción que la comunidad seguía con un magnetófono.
10 Un maestro anónimo de vida consagrada de los que llenan y dan calidad y sentido a nuestras instituciones. Se trata del P. Teófilo Ibarreche Erézcano, fallecido en la comunidad claretiana de Vigo (España) en 1998. Como conocedor y estudioso de la historia repetía la frase constantemente.
11 Ef 2, 8-9.
12 Rm 12,12.
13 Rm14,17.
14 Juan XXIII, Decálogo de la serenidad. Diario de un alma.