PROPUESTA DE RETIRO

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21--Xavier-Quinzá-Diciembre14AGUARDAR CON EL CORAZÓN EN VELA

Volver a despertar la luz de la esperanza

 ¿Cómo aguardar al Esperado?

Prepararse para el Adviento un año más, es aguardar al Esperado. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo preparar nuestro corazón para esperarlo?

Las muchachas que esperan la llegada del Esposo, aunque se queden dormidas con las lámparas en sus manos, cuando resuena en medio de la noche aquella voz: “Que viene el Esposo, ¡salid a recibirle!” (Mt 25, 6), se aprestan con alegría a despabilar la llama mortecina, y a avivar con aceite la mecha que aún está humeante.

La inminencia de su venida nos alerta para la permanente vigilancia. Y la vigilancia es el arte de escrutar los signos de su paso fugaz por nuestra vida y por nuestra historia. Aún no estamos dormidos del todo. En medio de nuestro trabajo cotidiano, una voz nos despierta el corazón y nos hace saber que la semilla está creciendo, nos enteremos o no. Ella crece sola, en el transcurrir de los días y las noches. Se nos pide aguardar al Esperado como el pueblo de la Biblia anhelaba al Deseado de los pobres, de los “anawin de Dios”, los que saben amar y confiar, porque no tienen otra seguridad sino a Él; los que, siempre alertas, se ocupan en las cosas de la vida, con el corazón puesto en lo que vendrá, con el oído atento a las voces y gemidos que lo apremian para que aparezca en nuestra tierra.

La juventud profética de los nuevos Isaías de nuestro tiempo, nos sobresaltan con una palabra sorprendente, de apremio y de consuelo. De apremio, porque se acerca el día en que las lanzas serán arados y las espadas podaderas. De consuelo, porque se nos ha perdonado la deuda, porque el conflicto del corazón se disolverá, la carga que pesaba como un yugo sobre nuestros hombros, ha sido hecha “yugo suave y carga ligera”.

La “Voz que clama en el desierto”, (Is 40, 3) es la del adusto profeta vestido pobremente, que nos prepara un corazón compasivo y reconciliado. El que saltó de alegría en el vientre de su madre a la voz de la doncella de Nazaret, nos rompe con su anuncio la sordera del corazón, nos fuerza a abrir los ojos y mirar con una audacia, diferente y nueva, a lo que se avecina.

Nos hemos acostumbrado a pastorear lo familiar y conocido y se nos olvida, con frecuencia, que debemos dejarnos alertar por el pálpito de lo que se avecina. Ese palpitar oculto de la historia, grata o dramática según para quién, que nos hace vecinos de lo que viene, que nos anuncia una gravidez nueva para nuestros sueños, que convierte la esterilidad en promesa de vida y de futuro.

En medio de los pesares cotidianos el centinela vigila nuestras puertas y en nuestro grito de angustia: “¿Cuánto queda de noche?, se encierra una respuesta que necesitamos escuchar: “Vendrá la mañana y otra vez la noche. Si queréis preguntad, preguntad, ¡venid otra vez!” (Is 21,11-12). Se trata de vivir el tiempo de preguntar una y otra vez, de esperar sin miedo, pero sin impaciencia, de volver insistentemente sobre la ardiente espera, de mantener el deseo vigilante, y prontos los pies para recorrer ese camino de conversión que nos abrirá a lo inédito.

Los amigos del Novio están de ayuno, porque les han arrebatado al compañero de juergas y tareas, pero no pueden hacer duelo, porque lo siguen esperando para entrar con él, cuando quiera que llegue, y celebrar juntos el banquete. Ésa es la esperanza que nos llena de gozo el corazón, aunque tengamos que sufrir todavía por su retraso, por su dilatada ausencia.

Las heridas de la ardiente espera

La espera, en la que a veces vivimos sin ánimo ni esperanza, nos está exigiendo una actitud más madura de consentimiento. Las cenizas del deseo nos han dejado un sabor amargo en el paladar. Y su urgencia, sobre todo su urgencia casi insoportable en los rostros sufrientes, nos ha abierto una herida en la espera, nos ha dejado en medio de la noche, pero sin fuerzas, sin esperanza.

Y, en esa situación, tenemos que vivir, amar, actuar, con la única fuerza de la paciencia, que es una llamada honda al consentimiento. ¡Qué difícil nos resulta mantenernos firmes en la espera! ¡Qué arduo sostener los interrogantes, sin poder dar respuestas claras a nuestras inquietudes, sin encontrar salidas a nuestras preguntas! A veces, uno quisiera no tener que abrir el periódico por la mañana, no escuchar el rosario de atrocidades que nos espera, apenas conectamos el televisor.

Pero lo peor, es que hay varios enemigos de esta espera consentida. En primer lugar la urgencia del deseo. Tan ansioso, tan rápido en su movilidad, tan disperso a veces, tan lleno de empuje, tan falto de paciencia. El deseo no soporta aplazar la gratificación, no se resigna con facilidad a seguir deseando, a alargar la intensidad sin que se acorten los plazos, sin que se avenga a desesperarnos. La urgencia del deseo es un enemigo de la espera, porque no consiente en mantenerse alerta, sin saltar ya sobre la presa, sin abalanzarse sobre lo que desea. Y, entonces el deseo, desorientado por la falta de meta inmediata, se acurruca de nuevo en su rincón y se le van las ganas.

En segundo lugar, la dulce nostalgia. Dulce porque nos traslada a la región del ayer feliz, de lo conocido y gustado en otro tiempo, el tiempo del amor, de la felicidad, del ensueño. Pero traidora, porque nos de-sarraiga del presente real, el que tenemos, del que disponemos para fraguar la espera. La nostalgia nos hace volver hacia atrás la cabeza, nos enfría el corazón, porque lo que anhelamos ya no está, el dulce recuerdo de la memoria nos está incapacitando para permanecer alerta, con las lámparas encendidas y el aceite del sentido en el corazón.

En tercer lugar, la impaciencia por lo que esperamos. Los apremios de la voluntad que no nos indican de verdad el camino, sino el falso atajo, la solución rápida que a nadie convence, la excusa improvisada de la falta de tiempo, para no atender con mansedumbre y dulzura al que lo solicita. La impaciencia es un modo de estar acorde con la cultura de las prisas, del corto plazo, de la alternativa simple a la cuestión que nos molesta, del apremio ante las múltiples ocupaciones que nos cansan… ¡de tanto no hacer nada!

Consentir en la espera, ¡éste es el lema!

Frente a todos estos íncubos malvados, que no nos permiten vivir con ilusión la espera dilatada, la pausa agradecida ante lo que vivimos, debemos reaccionar con fuerza. La paciencia parece una virtud pasiva pero no lo es. Nos exige una vigilancia grande, unas dosis enormes de audacia, para tener calma, para no adelantar los acontecimientos, para dejar al tiempo que haga su trabajo, lento pero firme, en las opciones de nuestra vida. Consentir en la espera, éste es el lema. Aprender a esperar, esperando. Hacer la práctica cotidiana de tener que renunciar a lo que aún no está maduro del todo, acallar la urgencia del tirar de la brizna de hierba para que crezca más deprisa.

Consentir en la espera significa saber acompañar a ese joven que, aún demasiado torpe, no acierta a vivir las claves necesarias para verse adulto, que tiene que perder el tiempo en equivocarse una y otra vez. Y esperar lo mejor en lo que aún no es sino brote tierno, bosquejo sin perfilar, obra en construcción.

Consentir en la espera también es aprender de quien no quiere, o no puede, reconstruirse. Del que hace de sus tropiezos el pan de cada día, del que se juega la vida con las pastillas o el alcohol. Del que tiene que tirar cada mañana del peso de la vida como un bulto insoportable. Del militante desengañado ante tanta demora del día nuevo que se espera, en el que despertará la justicia en nuestra tierra. Se hace difícil esperar la aurora cuando la noche se va haciendo tan larga, tendido en la cama de un hospital o en el jergón de la cárcel.

Del mismo modo la espera también exige su consentimiento en la contemplativa que lleva años de oración en silencio y oscuridad, en el padre que contempla con desesperación como se van muriendo las ilusiones de recuperación de su hijo discapacitado, en el parado de larga duración, para quien la rutina estéril del día a día “al sol”, le anuncia el retiro anticipado o el recurso a la beneficencia de sus familiares.

Debemos aprender a resistir en la espera, a consentir en ella, que, como una buena amiga, nos acompaña a lo largo de los días y nos dice al oído palabras de compasión. Consentir en la espera es aprender a esperar. A costa de la espera misma, a costa de los deseos, a costa de la esperanza.

La paradoja del esperar

“desesperando”

Nuestra esperanza necesita liberarse de sus ilusas pretensiones con unas gotas de austera decepción. Vivir la paradoja del “esperar desesperando” no es disolverla haciéndola contradicción, sino superarla en otro plano de pensamiento. Con frecuencia, el no saber vivir la tensión de las paradojas es una clara renuncia a pensar más y mejor el problema que nos presenta.

Por eso “esperar desesperando” significa que, para esperar de verdad, desde la experiencia cristiana de la salvación, necesitamos despojarnos de muchas de nuestras expectativas, fundadas, casi siempre, en nuestros propios deseos y no, como cabría esperar, en los deseos de Dios.

Pero hay que aprender a esperar “de-sesperando”. Es nuestro sino, el de una generación que ha creído tener en la mano el futuro y se ha desencantado de su presente, pobre y aterido. Nuestros inútiles intentos de renovar la utopía desde dentro, nos han enseñado que lo importante es no engañarse respecto a la vida, no menospreciar sus lecciones. Y ¿que lección más clara que ésta, o sea, que toda esperanza queda casi siempre frustrada? Debemos desesperar más de nuestras propias pretensiones orgullosas, porque nos hacen caer en la falta de respeto a los “kairoi” de Dios, a las oportunidades de gracia que se nos regalan, y apoyarnos, demasiadas veces, en ilusiones falsas, que lejos de abrirnos la puerta del corazón, nos la cierran en una complacencia menesterosa y creída.

Sí, ¡deberemos aprender a esperar “de-sesperadamente”! Este sí que es un umbral decisivo: estar dentro y fuera, a la vez. No ser del mundo porque no nos merece, con sus trampas y mentiras, pero a la vez, estar dentro de él, saber que parte del corazón es de su propiedad, porque somos cómplices de sus dinámicas torcidas. Un umbral difícil de sortear.

La alegre desesperanza

Lo importante es caer en la cuenta de que ésta es una lección de júbilo. Que esperar desesperando no es ocasión de tristeza, sino de alegría.

La “alegre desesperanza” es una virtud, porque nos sitúa frente a lo inesperado, frente a la renuncia a nuestras expectativas en aras de una ocasión mejor. Realmente si lo que se nos anuncia es el cumplimiento de nuestras recortadas expectativas, ¡lo tenemos claro! El futuro siempre es lo que nos sorprende, no lo que planeamos, ni proyectamos, ni esperamos.

La salvación, o es inesperada, o no será. Porque nuestros sueños nos separan de la dicha en el momento mismo en que tienden a ella. La esperanza de la felicidad nos aleja de ella. Ese es el problema. Por eso tenemos que aprender a esperar desesperando, es decir, tenemos que ir más allá de la desesperanza, lo que supone afrontarla, aceptarla, perderse en ella.

Esta idea de ir tras la “alegre desesperanza”, de sobrepasarla y perderse en ella, se la debo a André Comte-Sponville, pero me parece que tiene raíces bíblicas y cristianas. Hemos hecho coincidir demasiado fácilmente la idea de progreso con la esperanza bíblica. Como si esperar fuera una manera de creer en la dinámica imparable de la historia hacia su plenitud. Y la historia, contrariamente a lo que nos han hecho creer los ilustrados, sí que deja cicatrices.

La idea de que el progreso en la historia hace avanzar la salvación es cristiana, sí, pero que se ha vuelto loca, como decía Chesterton. Este simpático autor inglés, al que leíamos en la adolescencia, dice que cuando una virtud se desprende de su constelación natural, se vuelve al revés y es dañina. Es decir, se vuelve loca. No hay nada peor que una persona caritativa pero imprudente, creyente, pero fanática y así en todas las otras virtudes.

Si el mundo nos amara, estaríamos en sus manos, seríamos fruto acabado de su gloria. Pero si creemos apartarnos de él estamos confundiendo las fronteras más íntimas del corazón, y nos engañamos definitivamente. Si estamos en él, a él pertenecemos, al menos en parte.

Pero el mundo es también la humanidad de Dios, criaturas perdidas o logradas, gente que ha salido de las manos del Creador y que él mantiene en la levedad de la vida, en la gratuidad de lo que se nos dona. El mundo somos todos, porque en él nos acunamos la humanidad y nos dejamos la piel en la lucha de cada día. Por eso se nos hace difícil la tarea.

Sabemos que el Señor ha vencido al mundo, que no debemos temer sus redes y cadenas, porque el egoísmo no vencerá al amor, que los miedos no nos arrastrarán a la derrota. Sabemos que, abandonados en sus manos, somos capaces de más y de mejor. De más vida y menos muerte, de más ternura y menos odio y violencia contenida.

La frontera del amor está en el centro de nuestro corazón, en la entraña misma de la vida. No hay repliegue interior que no vibre al aliento del cariño, al estremecimiento de la verdadera compasión. Por eso es más fácil asegurarse un lugar entre el odio del mundo y su complacencia. Porque amamos, o pretendemos al menos amar, con todo el corazón y con todas las fuerzas.

Sacados del mundo por el amor, dentro de él por el pecado. El príncipe del mundo es mentiroso, pero el Espíritu de la verdad nos acompaña y nos guía. Es el amor fraterno, el de verdad, el que nos libra de otras seducciones y nos regala el testimonio verdadero de la única Vida. Permanecer en Él es nuestra única esperanza de victoria.

La única verdad de la espera

La compasión es la única verdad de nuestra espera. Porque, como nos ha recordado Antoine de Saint-Exupéry, cuando nos encontramos sin fuerzas en medio del desierto, debemos pensar que “los náufragos son los otros, los que nos esperan”. Aquellos que, al pensar en nuestra situación desalentada, nos imaginan caminando hacia ellos, no vencidos ni derrumbados a la orilla del camino. Ellos son los que espolean nuestro cansancio, los que no nos permiten abandonar nuestra penosa andadura. Pero la compasión tiene sus propios espejos rotos. Es decir, que cuando nos miramos en ella, debemos dejar que nuestra imagen ejemplar se rompa en mil pedazos. No nos podemos mirar en nuestro anhelo de compasión sin revisar lo que somos, el modo como nos situamos ante los dramas ajenos, ante las vidas rotas de los desheredados de la vida.

Ser compasivos tiene sus propias trampas, y lejos de reducirnos a una tranquila satisfacción de “lo buenos que somos”, nos exige una verdadera puesta en práctica de la ciudadanía. Al hablar de compasión, no hablamos de altruismo, ni mucho menos de heroicidad, hablamos de responsabilidad en la práctica de la justicia.

La verdad de nuestra espera, es decir, aquello que la autentifica y no la reduce a una pura mentira piadosa, es descubrir que el “tener cuidado” de los otros exige una sensibilidad creciente para percibir su situación y asumir, con sencillez, sus necesidades. Precisamente porque nos hacemos conscientes nosotros mismos, de ser necesitados y carentes, es por lo que podemos abrirnos a la realidad del otro, del que carece de tantas otras cosas, quizá diferentes a las nuestras, pero, en todo caso, del mismo modo que nosotros.

Ser compasivo es atreverse a cruzar las fronteras detrás de las que creyendo protegernos, lo que hacemos es aislarnos de los demás, y privarnos del regalo que sus vidas nos podrían ofrecer. Cruzar fronteras y, al hacerlo, descubrir otras tierras incógnitas, otras vidas diferentes que necesitan ser tenidas en cuenta y que nos hacen ver la realidad con otros ojos, ya que, de hecho, los otros nos están prestando su mirada.

La verdad de nuestra espera es hacernos testigos de tantas historias de sufrimiento, casi olvidadas, a las que no prestamos la atención que requieren. La compasión, como sentimiento de pena y conmiseración, no es el primer impulso que nos alienta la esperanza, sino el poder participar en el milagro de alcanzar una mirada nueva para crear futuro.

Si nos instalamos en el presente, más o menos acomodado, y dejamos entrar en nuestro corazón la idea de que estamos en el mejor de los mundos posibles, les estamos robando a los “sin nada”, el único capital del que disponen: su futuro. Para nosotros, los que de nada carecemos, instalarnos en el presente y reducir a él nuestra expectativa, no es ninguna tragedia. Pero, para los otros, para los que no pueden hacer las paces con su presente inhóspito, es un expolio insoportable. Les estamos robando lo único que tienen.

Los que podemos permitirnos el lujo de vivir sin esperar nada para el futuro, somos los acomodados en el presente de la seguridad y el bienestar. Solo cuando nos unimos a la denodada lucha de los empobrecidos, por conseguir un futuro más digno y humano, se nos puede contagiar su mirada que avizora futuro y lo recrea con sus propias manos. ¿Cuál puede ser, entonces, la única verdad de nuestra espera? Abrirnos a las prácticas compasivas. Porque como nos ha recordado Pedro Coduras, podemos y debemos, asumir “el riesgo de salir de lo conocido, del círculo reducido de los iguales (o de los “casi-iguales)”.

Abrirnos a la compasión es el fruto acabado, no de una mala conciencia, sino de una experiencia de bendición. Solo cuando se nos ha regalado la experiencia de estar bendecidos por el “amor primero”, cuando hemos gustado la gracia de sabernos aceptados sin méritos, porque sí, porque se nos quiere, podemos dejar brotar la verdadera compasión de nuestro interior.

¡El que espera ardientemente,

no desespera!

La espera, o es ardiente, o no es espera. Porque siempre que nos ponemos en actitud de esperar, viene el cansancio, las dudas, o incluso el desespero. “El que espera, de-sespera, y el que viene nunca llega”, así reza el refrán castellano y con mucha sabiduría. Esperar se hace duro, porque nos alcanza siempre la inquietud sobre si no resultará una quimera lo esperado.

Parecemos niños asustados cuando nos cuesta tanto reconocer lo obvio: la esperanza humana, cuando se logra, nos deja insatisfechos, y cuando no se logra, nos deja frustrados. ¿No será que debemos aprender a esperar de otra manera? Decía Epicuro que a nuestros deseos debemos hacerles dos preguntas: la primera, ¿qué me pasará si no se cumplen?, pero también esta otra: y ¿qué me pasará si se cumplen?

En realidad, la búsqueda de la felicidad siempre nos decepciona, porque como dice José A. Marina de la alegría, ésta es “un sentimiento en gerundio”. Es decir, que debemos mantener la acción, sin detener su dinamismo, si no queremos caer en la mirada decepcionada. ¿No es de Woody Allen aquello de “qué feliz sería yo si fuera feliz?”.

La criatura que crece al abrigo del seno de María, la creyente de Nazaret, es el hijo de la Palabra. Hecha carne nuestra por la escucha atenta de esa mujer que ha aprendido a esperar, porque confía en la memoria atenta de su Señor. Espera fiel, porque aguarda lo que desea. Porque no ha dudado de la acción eficaz de la promesa, del anuncio sorprendente que la incluye en la marcha de los pobres, que la hace servidora de una pertenencia nueva: la del Dios que se quiere naturalizar humano.

Presencia frágil y escondida, que solo crece en la espera confiada y en el amor cuidadoso, femenino, atento a las más débiles señales de un alumbramiento esperado sin ansias, pobremente acompañado. Porque lo que esperamos es la Pobreza de Dios, que nos enriquecerá cuando le abramos el corazón y compartamos su despojo y su ternura. ¿Cómo aguardar al Esperado si nuestro corazón no quiere dejarse abrir la puerta desde afuera? Nadie nos ha dicho nunca como podemos salir de la estrecha prisión en que nos encerramos. Pero, en nuestro encierro, solitario y estéril, hemos escuchado la voz que nos llama, la de Aquel que nos espera en el umbral, cubierto de rocío, para que le abramos, le lavemos los pies y le sentemos a nuestra mesa. “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras…?”.

AQUÍ ESTOY, SEÑOR, A LA PUERTA*

Aquí estoy Señor… a las puertas de un Adviento más, entre estremecida, asustada, aturdida y expectante…

Percibiendo cómo avivas en mi pobre corazón las cenizas del deseo, cómo despiertas con un toque de nostalgia la memoria, que se despereza y abre sus ojos al pasado, deslumbrada por el agradecimiento…

Aquí estoy Señor… a las puertas de otro Adviento, desempolvando mi esperanza, consintiendo a este esperar, siempre el mismo, siempre nuevo.

Consintiendo a este tener que esperar para vivir, a este esperar como afirmación fundamental de mi vida. A este esperar, que traduce la secreta y profunda necesidad de tender hacia lo que se me presenta inalcanzable, y por ello inesperable con mis solas propias fuerzas…

Aquí estoy Señor… a las puertas de este Adviento. Una vez más enfrentada a la paradoja de esperar lo inesperable, de tener que ejercer esta esperanza para existir, de hacerme consciente de que ser, es esperar…

Aquí estoy Señor…con la mirada del corazón clavada en este Adviento. Con el anhelo encendido, con el deseo ardiendo, luchando contra mis miedos y desesperanzas, para que el fuego de la esperanza se abra e ilumine el primer paso…

Aquí estoy Señor… medio avergonzada, medio cautiva, medio adormecida, medio dejada, queriendo despojarme de tanto peso, de tanta inercia, de tanto susto, para entrar descalza en este espacio de gracia…

Aquí estoy Señor… ¡Tú sabes cómo!

Queriendo responder a tu llamada y salir de mi misma hacia el Alba, ponerme en camino a la Esperanza, instalada en la espera de quien ama lo que aguarda…

Aquí estoy Señor… intentando limpiar la niebla de mis ojos, rogándote que enjugues Tú mis lágrimas y que tu luz alce mi cabeza y oriente mi mirada hacia el lugar de la Promesa…

Aquí estoy Señor aguardando lo que no veo, lo que no siempre quiero, lo que desconozco, lo que sin embargo, ¡qué ironía!, es mi mayor certeza.

¿Cómo aguardar al Esperado? ¿Cómo estar dispuesta para Aquel que en su indisponibilidad absoluta, se hace el absolutamente disponible, y me sorprende y lo encuentro rogándome, a mi puerta… esperando paciente mi respuesta, golpeando una y otra vez en mi tibieza. ¿Cómo abrirte la puerta sin morir a la vez de amor y de vergüenza?

¿Cómo negar la espera al Dios de mi esperanza?

¿Cómo no desistir de todo lo que no sea esta espera?

¿Cómo no abrazar el umbral de este tiempo?

(*) Agradezco esta oración de Adviento de una buena amiga y la hago propia.