Una comunidad de “salva vidas”
No sé si alguna vez nos hemos preguntado por la fe que profesamos. No sé si eso que llamamos fe llega s ser algo más que un puñado de creencias que tenemos. No sé si somos conscientes de lo que decimos cuando, en la celebración eucarística, recitamos al unísono las palabras del Credo: puede que nos declaremos creyentes, puede que seamos incluso defensores fanáticos de nuestras creencias, sin que hayamos empezado a creer.
La fe dice relación personal con Dios.
Quien dice: “creo en Dios”, está diciendo: “confío en Dios”. Y la confianza lleva a la escucha de la palabra de Dios, a la atención afectuosa a su voluntad, a la obediencia filial… De ahí que, necesariamente, la fe lleve consigo el drama de toda relación humana: la fe será siempre búsqueda de entendimiento, de fidelidad, de hondura, de verdad… La fe será siempre búsqueda, una búsqueda hecha de escucha, de atención, de obediencia… La fe será siempre una cuestión de amor…
El profeta lo expresó de aquella manera: “Aquí estoy, mándame”.
Y la memoria de la fe evoca la confesión del Hijo que entra en el mundo: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has dado un cuerpo… Entonces yo dije: Aquí estoy, para hacer tu voluntad”.
Ahora es el Hijo el que nos invita a seguirlo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Y es como si dijera: Venid y aprended de mí; venid y haceos, vosotros también, obedientes a la palabra de Dios; venid y aprended a creer, aprended a ser hijos, aprended a decir con el Hijo: “Aquí estoy, mándame”, “aquí estoy, para hacer tu voluntad”. “Aquí estoy” para ser pobre, para ser último, para ser de todos, para amar, para servir. “Aquí estoy”.
También nosotros lo diremos con el Hijo; lo diremos como él; lo diremos en comunión con él.
Aprendiendo a decir “aquí estoy”, aprendemos a ser hijos de Dios en el Hijo de Dios: una comunidad de enviados en misión al modo del Hijo de Dios; una comunidad de enviados a anunciar a todos la buena noticia de la salvación; una comunidad de enviados a entregar la vida porque todos vivan; una comunidad de enviados a ser “pescadores de hombres”, a ser “salva vidas” de humanidad; una comunidad de hombres y mujeres evangelio para los pobres.
Y empezamos a tomar conciencia de que el don de la fe lo hemos recibido para bendición de todos, para alegría de todos, para que todos conozcan la gracia y la verdad que vienen de Dios… para que todos conozcan el corazón de Dios, los sueños de Dios, el amor que es Dios…
No te sorprendas si, lo mismo que Simón el pescador, te ves a ti mismo indigno de Dios: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.
Tú dices: “Apártate de mí”; y él te dice: “No tengas miedo”, vamos a pescar…
Y, dejándolo todo, lo siguieron…
Hoy eres tú el que escucha su palabra y se pone a caminar con él.
Hoy eres tú el que comulga con él para seguirlo, para ser como él.
Hoy eres tú el que dice: “Aquí estoy”, y puedes adivinar la bienaventuranza de los beneficiarios de tu fe: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena noticia”.
No tengáis miedo: desde ahora seréis una comunidad de “salva vidas”.