Un cristiano es siempre un aprendiz de cristiano

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El misterio de esta celebración lo encontramos indicado así en el título de la primera lectura: “Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años”.

A ese título, le hace eco el que precede al evangelio: “El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos”.

Y que ése es el misterio al que nos quiere acercar la liturgia de este domingo, lo confirma el cántico del aleluya: “El Hijo del hombre ha venido para servir y dar su vida en rescate por todos”; y lo hace evidente la antífona para el rito de la comunión: “El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos”.

Ésa es nuestra fe.

No hemos creído en un superhombre; no hemos puesto nuestra confianza en el mago de los magos, ni en el héroe de los héroes, ni en el atleta de los atletas; nuestra esperanza no está puesta en un Dios que pondrá el mundo a nuestros pies si, postrándonos, lo adoramos. Nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor están puestos en un Dios que es amor y que, por amor, porque nos amó hasta lo impensable, hasta lo no imaginable, se hizo pobre, se hizo carne, se hizo uno de tantos, se hizo último, se hizo siervo de todos, se hizo pan sobre la mesa de todos, y dio su vida por la vida de todos.

Todavía no hemos caído en la cuenta del peligro que representa para la Iglesia, para cada uno de nosotros, la pretensión siempre acariciada de identificarnos con los grandes que oprimen a los pueblos, con los jefes que los tiranizan; todos llevamos dentro un Santiago y un Juan, con ambiciones de primeros puestos en la gloria del Señor; todos estamos dentro de aquel grupo de discípulos que se indignan, porque también ellos se sienten con derecho a cultivar ambiciones de gloria.

De ahí que, reuniéndolos a todos –a los de aquella hora y a nosotros-, Jesús nos invite a –nos amoneste para- que nos hagamos imitadores suyos, seguidores del que “ha venido para servir y dar su vida”: en el mundo de Jesús, no hay primeros designados a dedo; en el reino de Dios, será primero el que, al modo de Jesús, se haga servidor de todos, se haga esclavo de todos.

El mismo Cristo Jesús que, en aquel tiempo, reunió a los Doce para enseñarles cómo había de ser la relación entre ellos, nos reúne hoy a nosotros, y lo que entonces enseñó, nos lo dice hoy en nuestra eucaristía, en la que lo reconocemos entregado y siervo de todos, pan sobre nuestra mesa, alimento de nuestra vida, el último siempre entre nosotros, siendo por eso mismo, siempre el primero.

Hago bien en honrarlo con mi adoración, pues es mi Dios y Señor; pero no ha venido a nosotros para que lo adoremos, sino para que lo imitemos en su modo de ser.

Y entonces vuelvo a saberme aprendiz de Jesús, aprendiz de ese entregado, de ese crucificado, que siempre me atrae y del que siempre me encuentro muy lejos: aprendiz de siervo – ¡cuánta gracia necesito!-, aprendiz de esclavo – ¡cuánta libertad me hace falta!-, aprendiz de pan sobre la mesa de los demás, aprendiz de evangelio para los pobres, aprendiz de amor…

Mi viejo catecismo preguntaba: “¿Sois cristiano?” Y respondía, con la evidencia de una certeza: “Soy cristiano por la gracia de Dios”. Pero creo que en nada se apartaría de la verdad si hubiese respondido: _Soy aprendiz de cristiano, por la gracia de Dios.

¡Un cristiano es siempre un aprendiz de lo que está llamado a ser!