Uno de los motivos más socorridos para justificar la injusticia que cometemos con los pobres –con los emigrantes pobres- al impedir que ejerzan su derecho a emigrar, es que representan una amenaza para nuestra seguridad, nuestra moralidad, nuestra salud, nuestra forma de vida, nuestra… nuestra… nuestra…
De aquellos pueblos a los que hemos robado lo que era suyo, de aquéllos cuyas fronteras hemos ignorado durante siglos, de aquéllos a quienes hemos llevado enfermedades e impuesto estilos de vida que no conocían, de aquéllos a quienes ahora empujamos a corredores de muerte, a espacios de tortura, a caminos de soledad, de abandono, miedo, angustia, terror, hambre, sed, frío, de ellos, precisamente de ellos, decimos que son una amenaza para nosotros… Que es como decir que las víctimas de nuestro bienestar son una amenaza para quienes somos sus verdugos… Que es como decir que Jesús de Nazaret, con su cruz a cuestas, más aún, que aquel Jesús clavado en aquella cruz, representa una amenaza para quienes lo han condenado y para los soldados que ejecutan la condena.
Que políticos y periodistas hablen del “problema” que es, “para ellos”, “para nosotros”, esa humanidad empobrecida que llena caminos desesperados en busca de futuro, significa falta de sentido de la justicia; pero que hablen así los representantes de la comunidad eclesial o los miembros de esa comunidad, significa además desconocer el evangelio y pasar de Cristo Jesús, significa ausencia de fe.
El apóstol Santiago no podía imaginar en su carta una situación semejante: él denunció lo que entonces había podido ver: si “en vuestra asamblea entra un hombre con sortija de oro y traje lujoso, y entra también un pobre con traje mugriento; si vosotros atendéis al que lleva el traje de lujo y le decís: «Tú siéntate aquí cómodamente», y al pobre le decís: «Tú quédate ahí de pie» o «siéntate en el suelo, a mis pies», ¿no estáis haciendo discriminaciones entre vosotros y convirtiéndoos en jueces de criterios inicuos? Escuchad, mis queridos hermanos: ¿acaso no eligió Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman?”
Hoy nos hubiese visto banqueteando, mientras Lázaro muere de llagas y soledad a la puerta de nuestra casa. Hoy nos hubiese visto sentados cómodamente en la asamblea litúrgica, atentos a devociones y rezos, mientras el Señor en quien decimos creer, el mismo que un día nos ha de juzgar, aquél a quien se supone que honramos con nuestra fe, con nuestros ritos, con nuestras ofrendas, con nuestra religiosidad, ni siquiera es admitido “ahí de pie” en nuestra asamblea, ni le decimos siquiera: “siéntate en el suelo, a mis pies”, sino que lo empujamos lejos de nosotros, para que muera a gritos fuera de nuestro bienestar, más allá de nuestras fronteras, siempre fuera o más allá de lo nuestro…
Entonces imagino escrito ahora por el apóstol lo que no pudo decir entonces porque no lo pudo ver. _Te lo aseguro, hermano mío, de nada te servirá exhibir títulos de propiedad sobre tu bienestar, tu seguridad, tus fronteras; irás maldito a un fuego que no fue preparado para ti, y que tú has hecho tuyo desoyendo el grito de los pobres, ignorando en los pobres a Dios, pisando en ellos al Señor a quien dices honrar en el templo.
Entonces, para mí y para todos pido que la fe nos lleve hoy a Cristo Jesús para que él nos imponga su mano, meta los dedos en nuestros oídos sordos, y toque con la saliva nuestra lengua muda; que la fe nos ponga hoy delante de Cristo Jesús para que él pronuncie sobre nosotros la palabra liberadora: «Effetá», «ábrete».
Si el oído se abre para escuchar, los ojos se abrirán para ver, el corazón se abrirá para compadecerse, los brazos se abrirán para acoger, la comunidad creyente será casa de pan para los hijos pobres de Dios.
Ábrete, y el Señor abrirá para ti las puertas de su gloria.