Por parte, decimos “que estás en el cielo” contra los que, al orar, se representan y elaboran de Dios toda suerte de fantasías materiales. Por eso se dice que está en el cielo, porque como está muy por encima de las cosas sensibles, muestra así la grandeza de Dios que todo lo supera, incluso la inteligencia y los anhelos de los hombres; así, todo lo que se puede pensar o desear queda por debajo de Dios. Por lo cual se dice en Job: “Sí, Dios es grande y no lo comprendemos” (36,26); en los Salmos: “El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre el cielo” (112,4); y en Isaías: “¿Con quién asemejaréis a Dios?” (40,16).
Por otra, la familiaridad de Dios se nos muestra si por “cielo” entendemos “los santos”. Como a causa de su sublimidad algunos dijeron que no se ocupa de las cosas humanas, conviene considerar su proximidad, aún más, su intimidad con nosotros; por esto se dice que está en el cielo, es decir, en los santos, que es lo que significa, como aparece en los Salmos: “El cielo proclama la gloria de Dios” (18,2) y en Jeremías: “Tú estás entre nosotros, Señor” (14,9).
Resumo con otras palabras la doble explicación de Tomás de Aquino. El cielo indica la trascendencia de Dios, la imposibilidad de representarlo con nada material ni terreno. Y el cielo significa la santidad, la limpieza de corazón en la que Dios se hace presente. El Dios que es superior a todo, es también más íntimo que nuestra intimidad; y aquellos que viven una vida santa pueden experimentar, aunque sea pobremente, que Dios les acompaña en su vida porque en sus corazones se derrama el Espíritu Santo. Ellos son el cielo en el que Dios habita.