En este día, en el que la Iglesia celebra a María -la llena de gracia-, se nos propone confiar en la bondad del ser humano. Estamos tan acostumbrados a comenzar por los errores, por los pecados, por la cerrazón de la humanidad, que necesitamos ver a María como una privilegiada. Esta forma teológica de argumentar no ha quedado sólo en los manuales y en los catecismos; ha llegado al pueblo de Dios. Para que luego nos quejemos, los curas, de las exageraciones de la devoción Mariana.
Creo que el pueblo llano ha hecho bastante caso a esa predicación de pecado y caída de la humanidad, pero la ha mejorado situando a María por encima. Y lo ha hecho como lo hacemos cada uno de nosotros con nuestra madre.
Y no había por qué. Porque un arcángel, enviado por Dios. se acercó a ella, y respetando su persona la saludó con uno de los piropos más hermosos que jamás se habían oído. María “se turbó ante aquellas palabras” que nunca había escuchado. El ángel la tranquilizó diciendo: “no temas María, porque has encontrado gracia ante Dios”. Y ella se quedó quieta, escuchó, se fió, porque no estaba desnuda sino “llena de gracia”. Y así comenzó la historia de la Salvación de un modo distinto al esperado.
La diferencia y el contraste lo ofrecen Adán y Eva cuando, tras recibir el Edén como herencia, se dedican a vivir a parte del Creador. Dice el Génesis -el libro de los orígenes- que “después que Adán comió del árbol, el Señor llamó al hombre: –¿Dónde estás?” Dios, inocentemente, descubrió que aquellos dos tortolitos se escondían de Él: “Oí tu ruido en el jardín, -dijo Adán- me dio miedo, porque estaba desnudo, y, me escondí”. Y acertó, pues nos describió a todos cuando no aceptamos lo que Dios nos ha regalado e intentamos ser algo distinto.
El hecho es que nosotros, cuando estamos vacíos de sí -desnudos y desprotegidos- nos agarramos a lo que sea. Y desechamos la posibilidad de que el misterio irrumpa en nuestra vida, que el Espíritu nos cubra con su sombra y nos llene de su presencia. Y ya no sólo porque no estemos llenos de gracia, sino porque no nos valoramos como obra creada por Dios; haciendo de menos al Creador y pensando que todo, en esta vida, va a suceder a costa de nuestra fuerza de voluntad.
Pero la historia no es un fracaso ni queda abocada al pecado. Todo esto hubiera sido un fracaso para Dios si no hubiera existido María. Ninguna otra criatura -como ella- ha reconocido tan bien sus límites, ha valorado realmente sus posibilidades y reconocido el poder de Dios para obrar: haciendo al Verbo carne de María.
Si, en lugar de comenzar por el pecado, lo hiciéramos por la confianza que Dios siempre puso en la humanidad, comprenderíamos que en María no hay privilegios, sino honradez. Puesta en Nazaret, en tiempos del rey Herodes -no precisamente en un Edén- supo ocupar el lugar que le correspondía: Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo.
María, en tu Concepción Inmaculada, ayúdanos a reconocernos como obra de Dios e hijos tuyos… y a dar gracias porque desde el principio… “todo fue bueno”.