«Cómo puede un pecador hacer tales signos?» Esta es la pregunta que se hacen los fariseos ante el gran signo de Jesús de regalarle la vista a un ciego de nacimiento.
El signo gozoso que ratifica que el sábado está hecho para el hombre (es decir, que lo más divino es hacer el bien al ser humano por encima de cualquier costumbre o ley) se va a convertir en un juicio sumarísimo a Jesús y al ciego.
Primero, los vecinos del invidente no lo reconocen. Lo mismo va a pasar tras le resurrección: los discípulos tampoco reconocen al Resucitado, hasta que se les abran los ojos.
En segundo lugar, la condena al ciego por afirmar que Jesús era un profeta. Era una afirmación que se quedaba corta, Jesús es más que un profeta. Aún así, la condena no se deja esperar: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, y nos vas a dar lecciones a nosotros?» El pecado no puede corregir a la pureza. Es más, el pecado no puede acercarse a la luz. Estas afirmaciones son la negación de la gracia y del mismo Dios que vino a salvar a los pecadores, porque los que creen en su propia justicia ya se creen salvados por sí mismos.
Pero lo que es más chocante es la identificación de Jesús con el mismo pecado: «Como puede un pecador hacer tales signos?» El Salvador expatriado de la salvación.
El barro en los ojos del ciego nos traslada a aquel otro barro del que fue creado el ser humano en uno de los relatos del Génesis. Nos lleva de la mano a nuestro propio barro que es moldeado una y mil veces si nos dejamos, si abrimos los ojos para reconocer al que es la Luz. Sólo así podemos responder afirmativamente a la pregunta esencial: «Crees tú en el Hijo del hombre?»