Después del evangelio del domingo pasado en Pedro hace esa confesión profunda de fe, más allá de las simples apariencias de lo que la «gente» puede ver. Después de que Jesús le regala el atar y desatar de la misericordia y el perdón…
Casi sin dar tiempo a tomar aliento, cuando Jesús les anuncia que tiene que subir a Jerusalén y allí será el fracaso aparente que lleva al anuncio de una pasión de una vida apasionada…
En ese profundo de entrega sin límites, Pedro actúa como lo haríamos muchos de nosotros. Le dice a Jesús que es mejor eludir todo eso, que no tiene porque ser así, que hay muchos caminos distintos, que el fracaso (aunque aparente él no lo puede ver) no es aceptable (ni lo pienses).
Y Pedro recibe las palabras mas duras del Maestro: «Apártate de mi Satanás porque piensas como los hombres no como Dios». Pedro ya no piedra sino tentación, camino fácil pero mentiroso, cálculo legítimo para muchos pero imposible para el Reino.
Y Jesús despliega lo más incomprensible de este Reino, las palabras que hacen todavía hoy daño a quien las escucha si lo hace con el corazón desplegado: «Quien quiera seguirme que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Ese negarse que no es auto complacencia o aparentar ser buenos (eso es lo que critica Jesús de los fariseos y los doctores de la ley: lobos vestidos de corderos).
Es un negarse para salir al encuentro del prójimo, de lo fundamental en la predicación del Reino: de los más pequeños que tienen hambre, están desnudos, en la cárcel, enfermos, son extranjeros… Una pérdida de uno mismo en la dulzura de unos «otros» que convierten yugos y cargas en algo ligero y llevadero.
Pérdida colmada que llena de ciento por uno un olvido generoso de medida colmada y rebosante… Tan lejos del masoquismo espiritual y de la automatización engreída. Tan lejos de esa sonrisa de Jesús que sabiendo que su pasión por la vida lo va conduciendo a esa pasión de los seres humanos que no pueden soportar un abismo de generosidad tan grande, tan escandaloso e ilógico.
Pérdida colmada de amor y de amores, de certeza de que lo débil escribe con palabras temblorosas pero hermosas algo indeleble, algo eterno. Entrega extrema que regala vida en abundancia a pesar de la condena de los bien pensantes: los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los escribas, que van a dictar una sentencia injusta de miedo al amor y a la pérdida colmada de un Dios hecho carne.