La paz rota

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Fue hace ya casi una semana, pero quise dejarlo reposar un poco antes de ponerme en el ordenador. Era el encuentro interreligioso que convocaba la comunidad de San Egidio de París. Este año era una fecha muy especial, se cumplían los 25 años de la realización del primer encuentro en Asís, organizado por Juan Pablo II. Por eso nos convocaron en la plaza de los Derechos del hombre, en el Trocadero, un lugar precioso de París.

Allí nos congregamos unas cuantas personas de todas las religiones para orar, cada uno según su tradición, por ese sueño de la humanidad que es la paz.

El Cardenal André, arzobispo de París, nos habló de la importancia del diálogo como camino de encuentro y comunión profunda en la diversidad.

Un rabino judío destacó la hospitalidad como herencia común a cuidar por todas las tradiciones religiosas para ser semillero de paz.

Un monje budista expuso la violencia que también se ejerce contra la naturaleza, esa violencia que engendra más violencia y agrede a todo lo vivo, incluso a lo que aparentemente sólo es inerme.

El imán musulmán nos condujo por la senda de paz profética, atacando a las violencias fundamentalistas que en nombre de Dios hacen la guerra, también y valientemente las de su propia tradición (aunque no son las únicas en la actualidad).

Un pastor protestante nos hizo caer en la cuenta de la violencia de perfil bajo que acosa a la sociedad en el mundo más desarrollado y que nos hace ignorar el mandato común del amor y dejar de lado el principio de misericordia.

Después, encendiendo unas velas, oramos en silencio, ese silencio delicado y hermoso, por todas las víctimas de la violencia de ayer, de hoy y de siempre, de esos grandes olvidados de la historia.

Y cuando transitábamos por ese camino sagrado interior y exterior se empezó a oír una canción en latín que a mi me sonaba del noviciado: Christus vincit, Christus regnat;
Christus, Christus imperat.

Yo no entendía muy bien de qué iba todo aquello, pero me giré y vi a una docena de jóvenes rodeados ya por la policía. Se pusieron de rodillas y comenzaron a rezar el rosario (con ellos en la mano) en silencio.

Se rompió ese silencio delicado y frágil, como casi siempre suele suceder, ese silencio de unión con las víctimas, por la intervención de unos pocos fundamentalistas católicos.

Simplemente da pena, mucha pena… De ese tipo de pena que se te mete en el alma y hace que te duela con un dolor inmenso. Porque se vuelve a utilizar el nombre del Mensajero de la paz para romper la unión silenciosa de unos buscadores de Dios que oran (cada uno a su manera) por los que vieron rota toda esperanza, por los violentados de mil maneras.

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