¿LA DIÓCESIS ES BIÓCESIS? FORMAS DE VIDA EN CONVIVENCIA

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De vez en cuando hemos de pararnos para hacernos conscientes del misterio y misión de la Iglesia particular, presidida por nuestro Obispo. En ella, nosotros –consagradas y consagrados o religiosos y religiosas- “somos iglesia” y aportamos nuestro peculiar testimonio de vida y nuestra ministerialidad carismática. Juntos, tenemos la oportunidad de sentirnos iglesia “particular” y “local”, a través de la oración, de la reflexión, del diálogo, de la convivencia. Una Iglesia particular es un biotopo, un lugar donde la vida florece en toda su biodiversidad. No es un espacio para monocultivo.

Iglesia particular – iglesia universal: mutua relación

Se descubre cada vez con más hondura e intensidad la diocesanidad. La diócesis no es solo una circunscripción eclesiástica, es la Iglesia de Dios, de Jesús, la morada del Espíritu, presente en una determinada comunidad humana, en un determinado espacio vital y antropológico, en una peculiar “biocenosis”. La diócesis es “iglesia encarnada”, “iglesia inculturada”, expresión de todo el misterio en lo particular, del todo en el fragmento. Todo el misterio de la Iglesia se hace presente en esa particularidad.

El Concilio Vaticano II dio una especialísima relevancia a la eclesiología de las iglesias particulares, a su comunión mutua, y a la colegialidad de sus obispos. He aquí un texto importantísimo:

“los obispos, tomados singularmente, son el principio visible y el fundamento de la unidad en sus iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal (ad imaginem Ecclesiae universalis formatis), en las cuales (in quibus) y desde las cuales (et ex quibus) la Iglesia católica una y única existe (una et unica Ecclesia catholica exsistit)” (LG 23).

El texto resalta:

La importancia de cada obispo como principio visible y fundamento de la unidad de cada iglesia particular: la comunión con él es el criterio de pertenencia visible a una iglesia particular y de comunión en ella. Pero no hay que olvidar -algo básico-: que el principio y fundamento invisible de la unidad de cada Iglesia particular es la comunión con Cristo Jesús (especialmente en la Eucaristía y a través de la Palabra) y la acción del Espíritu Santo, creador de koinonía y agente invisible de la misión.

La identidad de las iglesias particulares: están formadas “ad imaginem Ecclesiae universalis” (a imagen de la Iglesia universal). Lo que significa que son su expresión viva, su icono, su visibilidad concreta[1].

La mutua inmanencia entre la Iglesia universal y las iglesias particulares, de modo que la Iglesia universal existe en las iglesias particulares y que de ellas toma –a su vez- la existencia. La frase latina utilizada -“in quibus et ex quibus”- lo expresa muy concisa y adecuadamente. Se da entre la iglesia universal y las iglesias particulares una especie de “perichóresis”, de mutua implicación y correlación de modo que están llamadas a co-existir. Es decir, la una y única iglesia católica subsiste en las iglesias particulares y existe a partir de ellas. El Código de Derecho canónico añadió posteriormente que esas iglesias particulares son, sobre todo, las diócesis[2].

Con el paso de los años la Congregación para la Doctrina de la fe vio necesario abordar el tema de la relación entre iglesias particulares e iglesia universal en la carta “Communionis Notio” (=CN) enviada a todos los obispos el 28 de mayo de 1992. Su texto recogía y reafirmaba, en primer lugar, la doctrina conciliar[3], pero añadía después que:

“la iglesia particular no es en sí misma un sujeto completo” (CN,8);

la Iglesia universal es, “en su misterio esencial, una realidad ontológica y temporalmente previa a toda iglesia particular”[4];

que la fórmula conciliar “in quibus et ex quibus” debe ser completada con esta otra: “las iglesias particulares tienen existencia en la Iglesia universal y desde la Iglesia universal” (CN, 9).

Conocida era entonces la posición eclesiológica del teólogo canadiense J.M.R. Tillard, el cual ponía todo el énfasis en las iglesias locales y, obviamente, no coincidía con el planteamiento eclesiológico de la carta[5]. El prefecto de la Congregación de la Doctrina de la fe en aquel tiempo, el cardenal Joseph Ratzinger defendía obviamente la doctrina de la prioridad en el tiempo y en la naturaleza de la iglesia universal sobre la iglesia particular. Otros teólogos, como Walter Kasper asumieron una postura intermedia y hablaban de simultaneidad y correlación entre la iglesia particular y la iglesia universal (iglesia local de Jerusalén e Iglesia universal)[6].

A pesar del aparente tono teórico de esta discusión, sin embargo, es cierto que las consecuencias prácticas de un planteamiento u otro pueden ser importantes: ¿es que las iglesias particulares son la fuente de la existencia de la iglesia universal, o la iglesia universal tiene una identidad propia y consistente?

Más allá de este debate y sus implicaciones prácticas, hay que decir que la correlación entre la iglesia universal y la iglesia particular es un elemento constitutivo e incontrovertible de la estructura originaria de la Iglesia.

Entre las iglesias particulares y la iglesia universal existe una recíproca interioridad, una especie de ósmosis o, quizá mejor, de perichóresis.

La Iglesia universal encuentra su existencia concreta en toda iglesia particular-local en la que está presente: mientras que toda iglesia particular está formada a imagen de la Iglesia universal, con la que vive en intensa comunión.

La comprensión católica de la communio ecclesiarum mantiene con la misma fuerza el primer elemento “in quibus” y el segundo elemento “ex quibus” del binomio conciliar (LG 23).

La nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe pone de relieve la trascendencia –sobre las iglesias particulares- de la Iglesia universal. Y es aquí donde podemos también descubrir esa “peculiar” transcendencia del ministerio ordenado religioso, como un peculiar ministerio al servicio de la Iglesia universal.

De la “diócesis” a la “biócesis”

Nos hemos hecho mucho más conscientes que en tiempos pasados de lo importante y necesario que es para toda comunidad cristiana y para todo creyente su ubicación e inserción en ese biotopo que es la iglesia local, en ese ecosistema y microclima vital que es la iglesia particular.

Algún autor habla de la “biócesis” como aquella realidad en la cual ha de convertirse la “diócesis”. Según él no se trata de un juego semántico, sino de la aplicación a la iglesia local de aquel movimiento que hoy se define como “bioregionalismo”. Una “bioregión” es un espacio de vida. Las diócesis no deberían ser meras circunscripciones arbitrarias, sino responder a las bioregiones, en las cuales emerge una cultura determinada, una mística determinada, una peculicar forma de entender la vida, el ser humano, a Dios. El ministerio ordenado se convierte así en bio-ministerio, en atención a la vida abundante y lucha contra las fuerzas de muerte[7].

Desde la Iglesia “que envía” a la Iglesia “enviada”

La Iglesia particular tiene a convertirse en “centro”: es decir a pensarse en clave “eclesio-céntrica”. No debemos olvidar que no es la Iglesia la que envía, sino “la enviada”:

“no sois vosotros… soy yo quien os he elegido para que vayáis”.

El Espíritu es ahora quien nos envía en nombre del Abbá y de Jesús. El Espíritu Santo lleva a plenitud la obra de la creación, de la redención, de la santificación. De ese movimiento misionero del Espíritu nace la Iglesia y cada uno de sus ministerios y carismas:

“El mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia” (Lumen Gentium”.

Por eso, el ministerio ordenado y la vida consagrada, como otras formas de vida cristiana, son iniciativas del Espíritu de Jesús Resucitado, para realizar su misión[8]. El ministerio ordenado es un ministerio que emerge de la gran y única misión del Espíritu Santo y de la Iglesia que la comparte. De esa misión fundamental extraen los ministerios jerárquicos y los dones carismáticos su razón de ser y su configuración[9].

Ministerios y carismas en correlación dentro de la Iglesia particular

Es en el contexto de las iglesias particulares, en donde se descubre la razón de ser de los ministerios y carismas, y en particular de los ministerios ordenados según sus tres grados: el ministerio ordenado del Obispo, de los presbíteros y de los diáconos. El ministerio ordenado mantiene en su conjunto la sucesión apostólica en la Iglesia particular, expresa la comunión con todas las iglesias y con la tradición eclesial y manifiesta su autenticidad cristiana. Juntamente con el ministerio ordenado hay en la Iglesia particular una gran variedad de ministerios instituidos y carismáticos que la mantienen viva y activa en la misión.

El ministerio presbiteral -entendido en este contexto de la iglesia particular- muestra con nitidez y equilibrio las tres dimensiones del ministerio ordenado (o “tria munera”): el servicio de la Palabra, de los Sacramentos y del culto y del gobierno pastoral de la comunidad.

Podemos decir que el ministerio ordenado de los presbíteros diocesanos está llamado a cumplir las características fundamentales del ministerio ordenado. El Concilio quiso además que este ministerio fuera comprendido no solo como servicio a la comunidad, sino como forma de vida que se atiene a los consejos evangélicos, a la vida comunitaria, a la espiritualidad compartida.

La diócesis es comprendida como aquel biotopo, aquel micro-ecosistema en el cual todos comparten y con-viven la fe cristiana en sus bio-diversidades. No son buenos los mono-cultivos, o la eliminación de las diferencias. En la iglesia particular son acogidas todas las formas de vida, y son cuidadas, favorecidas. Se está totalmente en contra del “aborto carismático”.

 

 

 

[1] La iglesia particular es definida como “populi Dei portio”; a ese se refiere también el adjetivo “particular”: evoca “la parte” (pars) y no el todo. No obstante, los documentos eclesiales intentar aclarar que con ello no se quiere decir que la Iglesia universal esté formada por diócesis o circunscripciones gobernadas por los obispos, como funcionarios de una autoridad central que sería el Sumo Pontífice, ni que el obispo sea un mero delegado del Papa; el obispo es por el sacramento del Orden un auténtico sucesor de los Apóstoles en su Iglesia particular.

[2] “Las iglesias particulares, in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit, son sobre todo las diócesis”(c. 368). La diócesis es descritas por el Derecho Canónico como porción del pueblo de Dios confiada al cuidado pastoral del obispo con la cooperación del presbiterio; constituye una iglesia particular a través de la adhesión a su pastor; es el pastor quien la reúne en el Espíritu Santo mediante el Evangelio y la Eucaristía; en ella está verdaderamente presente y operante la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica: cf. c. 369 que se inspira casi totalmente en CD, 11.

[3] “Comunidad universal de los discípulos del Señor, que se hace presente y operante en la particularidad y la diversidad de personas, grupos, tiempos y lugares. Entre estas múltiples expresiones particulares de la presencia salvífica de la única Iglesia de Cristo, desde la época apostólica, se encuentran aquellas que en sí mismas son iglesias, porque, aun siendo particulares, en ellas se hace presente la iglesia universal con todos sus elementos esenciales. Son por lo tanto constituidas a imagen de la Iglesia universal y cada una de ellas es una porción del pueblo de Dios confiada a la cura pastoral del obispo ayudado por su presbiterio” (CN, 7).

[4] La iglesia-misterio, la iglesia una y única -según los Padres- es anterior a la creación del mundo; es ella la que, como madre, da a luz a las iglesias particulares como hijas, se expresa en ellas; la iglesia universal “es madre y no producto de las iglesias particulares” (CN, 9).

[5] Cf. J.M. R. Tillard, Église d’églises. L’ecclésiologie de communion, Cerf, Paris 1987 ; Id., L’Église locale. Ecclésiologie de communion et catholicitè, Cerf, Paris, 1995. No está de acuerdo con la denominación de “iglesias particulares”.

[6] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta «Communionis notio» sobre algunas cuestiones de la Iglesia entendida como comunión (28 mayo 1992). Walter Kasper, Das Verhältnis von Universalkirche und Ortkirche, Freundschaftliche Auseinandersetzung mit the Kritik von Joseph Kardinal Ratzinger, en Stimmen der Zeit 210 (2000), 795.804. Cf. Kilian McDonnell, The Ratzinger/Kasper Debate: The Universal Church and Local Churches, en “Theological Studies” 63 (2002), pp. 227-250.

[7] Cf. Albert J. LaChance, The modern Christian mystic. Finding the unitive presence of God, North Atlantic Books, Berkeley, 2007, pp. 109-111.

[8] Cf. David Coffey, The gift of the Holy Spirit, Faith and Culture, Sydney, 1979; David Coffey; “The incarnation” of the Holy Spirit in Christ”, en Theological Studies 45 (1984), 466-480; David Coffey, A proper mission of the Holy Spirit, en Theological Studies 47 (1986), 227-250; David Coffey, The Holy Spirit as the Mutual Loe of the Father and the Son, en Theological Studies 51 (1990), 193-229.

[9] El libro de los Hechos puede llamarse con toda propiedad “el libro del Espíritu Santo”. Es el Espíritu el que se derrama sobre la comunidad de los creyentes, el que actúa, interviene, impulsa y guía. Es el Espíritu profético del Señor resucitado que crea una sucesión profética a partir de Jesús. El Espíritu actúa portentosamente, se muestra en las habilidades de los evangelizadores, pero sobre todo, se encuentra en la capacidad de los misioneros en imitar los sufrimientos del Mesías: cf. Luke Thimothy Johnson, The Acts of the Apostles, Liturgical Press, Collegeville, 1992, pp. 14-15.