EVOCANDO “MULIERIS DIGNITATEM”: ¿PASOS HACIA DELANTE O ESTANCAMIENTO?

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El 15 de agosto de 1988 se publicaba la Carta Apostólica del Papa san Juan Pablo II “Mulieris dignitatem”. Dentro de poco menos de un año celebraremos el 30 aniversario de su publicación. Y me pregunto: ¿los deseos expresados en la carta apostólica se han hecho ya realidad? ¿Pueden estar nuestras hermanas satisfechas de la atención y reverencia a su dignidad que la Iglesia universal y las iglesias particulares les prestan? ¿Se han dado pasos hacia delante, o nos encontramos más o menos como hace treinta años?

Hay quienes se sienten hoy alentados por la creación de una comisión pontificia que estudia el tema del “Diaconado de las mujeres”, es decir, la posibilidad de que quienes se sientan llamada sean aceptadas en el ministerio ordenado, en el grado del diaconado y, por lo tanto, reciban la consagración que este sacramento requiere. Es verdad que se ha dicho repetidamente –también en Vita Consecrata- que se desea que las mujeres tomen parte de las decisiones en la Iglesia:

“Ciertamente no es posible desconocer lo fundado de muchas de las reivindicaciones que se refieren a la posición de la mujer en los diversos ámbitos sociales y eclesiales. Es obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse, de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial” (VC, 57).

“Urge por tanto dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente” (VC, 58).

De esto han pasado 21 años. Y ¿dónde se encuentra la Iglesia al respecto? ¿Se han dado pasos hacia delante, o será que existe una “pereza” institucional que lo impide? Ya sabemos que la “pereza” como pecado capital no consiste en “no hacer nada”, sino en “hacer mucho para que nada cambie”. Esperemos que este pecado capital no entorpezca los pasos decisivos que el Papa Francisco quiere ya realizar.

En este artículo quiero únicamente recordar el Mensaje transmitido por la Carta Apostólica del san Juan Pablo II, para que en este momento sirva de impulso más decidido hacia delante.

Un hecho curioso

Hace 22 años el Papa Juan Pablo II, con motivo del año mariano, publicó la carta apostólica titulada “Mulieris dignitatem”, sobre la dignidad de la mujer. En aquel tiempo se quiso hacer una presentación pública de la carta en la sede de la Conferencia Episcopal Española (CEE), en su sede de la calle Añastro (Madrid). Don Joaquín Ortega, que era entonces el portavoz del Episcopado, estuvo buscando a una mujer que pudiera presentar la carta a la Prensa, juntamente con un obispo. Después de recibir no pocas negativas, el portavoz de la CEE llamó a mi puerta; y accedí. En muy poco tiempo tuve que leerme la carta y preparar unas notas de presentación.

En aquel momento no coincidimos totalmente en nuestra interpretación el obispo y el teólogo. El obispo resaltaba en la carta los límites que ella imponía a la mujer en algunas de sus pretensiones. Yo intenté poner de relieves las posibilidades –todavía inéditas- que la carta abría a la mujer en la Iglesia.

Hoy, casi 30 años después, quiero evocar lo que allí dije y deduje de la carta. No han cambiado mucho las cosas: todavía hay en la iglesia un “exceso masculino” que simplemente emerge en las ceremonias y celebraciones transmitidas por medios de comunicación eclesial y en el ámbito de quienes deciden y enseñan. Sin embargo, sí que se ha producido en mí un gran cambio. Me he vuelto mucho más consciente de la dignidad de la mujer y deseo vivamente que su dignidad se vea respetada en la familia, en la sociedad, en la Iglesia, en cada comunidad cristiana. Y que en fidelidad al Espíritu que nos lleva a la verdad completa y hace memoria de Jesús, seamos capaces de dar los pasos necesarios.

El punto de partida

No es fácil que la sociedad en su conjunto desmienta lo que la historia y las culturas han afirmado tan persistente y obstinadamente durante muchos siglos: el patriarcalismo, el machismo, la violencia contra las mujeres. Todo lo que sea favorecer la igualdad entre lo femenino y lo masculino –en todos los ámbitos- me parece una respuesta positiva a la voluntad de Dios. Todo lo que todavía sea discriminación y marginación me parece diabólico.

Creo que –en principio- nadie –entre nosotros- niega la dignidad de la mujer. Pero sí es necesario, que nosotros los varones, hagamos espacio y configuremos nuestro ser varón de tal manera que en nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestra forma de relacionarnos, sea la mujer reconocida y acogida en toda su dignidad. El reconocimiento de la dignidad de la mujer ha de hacerse en el ámbito público (institucional, político, social), en el ámbito religioso, en el ámbito personal.

Los varones llevamos dentro un innato machismo, cultural, heredado. Y debemos aprender el arte de una “nueva relación”, de una nueva forma de diálogo. Por eso, también en la pareja, en el matrimonio, puede ocurrir que los varones no estén suficientemente educados y preparados para ese tipo de relación de igual a igual, de dignidad a dignidad.

Lo que más daña las relaciones entre las personas es la falta de respeto a la dignidad del otro; el machacar la dignidad de la otra persona. Hay, por eso, muchas mujeres que son víctimas no solo de la violencia, sino también del desprecio, del mal trato, de la des-dignificación.

El planteamiento de la carta apostólica

La carta apostólica “Mulieris dignitatem” intentaba proclamar el valor, la dignidad de la mujer, de todas y de cada una de ellas. Quería ser una acción de gracias por las mujeres

“tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su feminidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno… tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsa­bilidad común por el destino de la humanidad” (MD, 31).

Pretendía ser un agradeci­miento público:

“por todas las manifestaciones del ‘genio’ femenino aparecidas a lo largo de la historia… por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad” (MD,31).

Expresaba así el deseo de la Iglesia de que la mujer sea debidamente reconocida y valori­zada.

En cuanto documento pontificio “Mulieris Dignitatem” no tenía el rango superior de “encíclica”, ni de exhortación apostólica, sino más bien el inferior de “carta apostólica”. Por otra parte el texto puede dar la impresión de excesivamente farragoso, demasiado teológico; como si estuviera dirigido más que a las mujeres y a los varones, a teólogos expertos en ciertas disquisiciones.

De todas formas, nadie puede dudar de la buena voluntad del Papa san Juan Pablo II y, además, de su personal valoración de las mujeres. Más allá de las críticas que se puedan hacer al texto, sin embargo, hay puntos muy positivos, que desarrollados, pueden ofrecer un futuro distinto a la mujer en la sociedad y en la Iglesia.

El objetivo de la carta es descubrir

“la profundidad de la dignidad y vocación de la mujer”, que permita ”después” (esto se hará en la exhortación post-sinodal de una forma concreta) hablar de la presen­cia activa que desempeña la mujer en la Iglesia y en la sociedad” (MD,1).

Hay que decir, sin embargo, que el Sínodo no dio pasos decisivos en este aspecto. Solo en el pontificado del Papa Francisco se está estudiando cómo comenzar a cambiar la realidad. ¡Pero hay más oposición de la que parece! El texto de la “Mulieris Dignitatem” se mantiene en la línea de los grandes principios bíblico-teológicos. Tiene “el estilo y el carácter de una meditación”(MD,2) sobre el misterio bíblico de la mujer desde el Génesis hasta el Apocalipsis (MD, 30). Es un texto que hay que leer en perspectiva “re­ligiosa”.

La carta apostólica “Mulieris dignitatem” está dividida en siete partes, con una Introducción y una Conclusión:

  1. Mujer Madre de Dios
  2. Imagen y semejanza de Dios
  3. Eva-María
  4. Jesucristo
  5. Maternidad – Virginidad
  6. Iglesia Esposa de Cristo
  7. La mayor es la Caridad

No voy a presentar todo su contenido. Voy a fijar la atención en algunos aspectos que me parecen importantes para la reflexión sobre la dignidad de la mujer.

María, prototipo de la mujer

El misterio de la Mujer se ve tipificado en María,

“arquetipo de la dignidad personal de la mujer” (MD,5),

“nuevo principio de la dignidad y vocación de la mujer, de todas y cada una de ellas” (MD, 10).

Y lo es en cuanto servidora del Reino, Nueva Eva, Madre y Virgen.

María es siempre punto de referencia, criterio de lo auténticamente femenino. El mismo misterio de María halla continuidad en todas aque­llas mujeres

“que tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la edificación de la primera comunidad desde los cimien­tos” (MD, 27)

Febe -diaconisa-, Prisca, Evodia y Síntique, María, Trigena, Priside, Trifosa; “el apóstol habla de los “trabajos” de ellas por Cristo, y estos trabajos indican el servicio apostólico de la Iglesia” (MD, 27). La carta cita posteriormente a Mónica, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de Toscana, Eduvigis de Silesia y de Cracovia, Isabel de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa de Lima, Elizabeth Seton y Mary Ward (mujeres que ejercieron un gran influjo en la evange­lización de los pueblos, incluso influjo político) y Catalina de Siena y Teresa de Jesús (reformadoras de la vida de la Iglesia).

Al principio no fue así

La meditación bíblica se inicia en el Génesis. Allí se afirma la igualdad esencial entre el hombre y la mujer y su condición de ima­gen y revelación de Dios, en cuanto seres conscientes y libres y en cuanto seres en relación al otro “yo”, en actitud de “ayuda mutua” (MD, 7). De aquí deriva el principio antropológico:

“No se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es ‘humano’, sin una adecuada referencia a lo que es ‘femenino’” (MD, 22).

Con el primer pecado, “pecado del hombre” (MD, 9) se alteró la mutua relación y servicio, y se estableció una relación de dominio opresor del hombre sobre la mujer. La mujer llamada por Dios, como el hombre, a ser sujeto, es convertida por esa actitud de dominio en “objeto” del dominio y de la posesión masculina:

“aquellas situaciones en las que la mujer se encuentra en desventaja o discriminada por el hecho de ser mujer”(MD, 10).

Escribe el Papa:

“Cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquella que le ha sido confiada como hermana en la humanidad común, como espo­sa, no se ha convertido en objeto de adulterio  en su corazón; ha de ver si la que, por razones diversas, es el co-sujeto de su existencia en el mundo, no se ha convertido para él en un “objeto”: objeto de placer, objeto de explotación” (MD, 14).

La novedad de Jesucristo

El capítulo V es a mi modo de ver el centro de la carta: Jesu­cristo es para la Iglesia el prototipo de relación con la mujer y el criterio para valorarla.

“Ante las mujeres Jesús adopta una actitud sumamente sencilla, extraordinaria si se considera el ambiente de su tiempo; una actitud caracterizada por una extraordinaria transparencia y profundidad. Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspon­diente a esta dignidad: “Se sorprendían de que hablara con una mujer” (MD, 12).

”Jesús encuentra, según el evangelio, un gran número de mujeres de diversa edad y condición. Algunas de ellas lo acompañaban en su ministerio itinerante, le asistían con sus bienes. Sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y honor debido a la mujer. Se opone a las costumbres que discriminan a la mujer en favor del hombre. Y desenmascara al hombre varón como responsable de la situación pecamino­sa de la mujer (no es Eva la que tienta a Adán; es Adán quien hace a Eva instrumento y parapeto de su corrupción interior). Jesús aprecia a la mujer, entra en sintonía de mente y corazón con ella, expresa su admiración por ella: a los pies de la cruz estaban en primer lugar las mujeres, que ‘eran muchas’; ‘amaron mucho’, fueron más fuertes que los apóstoles, lograron vencer el miedo (MD, 15),

fueron las primeras en llegar al sepulcro, las primeras testigos de la resurrección (MD,16).

En Jesús encuentra la mujer su propia subjetividad y dignidad (cf. MD,14).

“Estando bajo el radio de acción de Cristo la posición social de la mujer se transforma” (DM, 15).

La carta apostólica presenta a las mujeres no sólo como “discípulas” de Cristo, sino también como anunciadoras del mensaje evangélico. El diálogo de Jesús con Marta, que concluye en una solemne confesión de fe merece del Papa este juicio:

“El coloquio con Marta es uno de los más importantes del Evan­gelio” (MD,15).

Hay un cierto mensaje subliminal en estas palabras; no hay que olvidar que tras un diálogo y confesión de fe semejante en el evangelio de Mateo, capítulo 16, Jesús dice a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edifi­caré mi Iglesia”. ¿No será Marta también “piedra” sobre la que se edifi­ca la Iglesia?

Las mujeres fueron las primeras testigos de la Resurrección y “las primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles” (MD, 16).

“Jesús confiaba a las mujeres las verdades divinas, lo mismo que a los hombres. En ellas se cumplió la profecía de Joel 3,1: “Vues­tras hijas profetizarán”.

Madre virgen

Presenta la mujer desde la perspectiva de la maternidad: “la maternidad de la mujer constituye una ‘parte’ especial de este ser padres en común” (MD, 18).

“Es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer”.

Se afirma así mismo que la maternidad “conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer”, que la madre es “la primera educadora del hombre”. “La educación es la dimen­sión espiritual del ser padres”.

Después presenta a la mujer desde la perspectiva de la virgini­dad y de la maternidad espiritual.

El misterio de la esponsalidad y el ministerio de la representación.

Una especial importancia y complejidad presenta el capítulo VII. En él privilegia el Papa un tema que le es muy querido, la ecle­siología esponsal: es decir la comprensión de la iglesia bajo la imagen de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Jesucristo es el Esposo. La Iglesia es la Esposa. Jesucristo es el Esposo que ama a la Iglesia y se entrega por ella. Él la ha amado primero, ‘hasta el extre­mo’. El Papa resalta que

“el símbolo del Esposo es de género masculino. En este símbolo masculino está representado el carácter humano del amor con el cual Dios ha expresado su amor divino a Israel, a la Iglesia, a todos los hombres… En la actitud de Cristo hacia la mujer se encuentra realizado de modo ejemplar lo que el texto de la carta a los Efesios expresa mediante el concepto de ‘esposo’”(MD,25).

En esta imagen eclesiológica

“todos los seres humanos –hombres y mujeres- están llamados a ser la ‘Esposa’ de Cristo por medio de la Iglesia… De este modo ‘ser esposa’ y, por consiguiente lo femenino, se convierte en símbolo de todo lo humano… En la Iglesia cada ser humano -hombre o mujer- es la Esposa, en cuanto recibe el amor de Cristo Redentor”(MD, 25).

En este contexto aborda el Papa el tema de la Eucaristía, como suprema expresión de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia, como momento culminante del ser mismo de la Iglesia. Estas son sus afirmaciones:

Cristo llamó como apóstoles suyos a “los Doce”, sólo a hom­bres, no a mujeres. Lo hizo de un modo totalmente libre y sobe­rano.

Algunos suponen que los llamó porque esa era la mentalidad de su tiempo. Pero esta hipótesis “no refleja completamente el modo de obrar de Cristo” (MD,26) porque en momentos importantes Jesús no atiende a esos condicionamientos culturales y es creador de novedad. Jesús no mira la condición de las personas (Mt 22,16).

Los Doce estaban con Cristo durante la última Cena y sólo ellos recibieron el mandato sacramental “Haced esto en memoria mía”. Ellos solos recibieron el Espíritu para perdonar el día de la resurrección.

¿Por qué sólo hombres? El Papa encuentra la respuesta en el Misterio Pascual, que revela hasta el fondo el amor esponsal de Dios. Cristo es el Esposo de la Iglesia. La Eucaristía es el Sacramento del Esposo y hace presente y realiza de nuevo de modo sacramental el acto redentor de Cristo que ‘crea’ la Igle­sia, su cuerpo. Cristo está unido a este cuerpo como el esposo a la esposa. Así planteadas las cosas.

“es lícito pensar que de este modo deseaba expresar la relación entre el hombre y la mujer, entre lo que es ‘feme­nino’ y lo que es ‘masculino’… Esto se hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía -en la que el sacerdote actúa ‘in persona Christi’- es realizado por el hombre” (MD,26).

En consecuencia, el papa san Juan Pablo II deduce que “el ministerio sacerdotal, entendido como ministerio de repre­sentación simbólica, compete por voluntad de Cristo a los hom­bres, no a las mujeres”.

Se le ha confiado el hombre: la misión de la mujer

No sólo hay en la Iglesia una jerarquía de gobierno, sino tam­bién una jerarquía de santidad: la iglesia es a la vez “apostólico -petrina” y “mariana”. La misión de la mujer no ha de ser entendida al margen y paralela a la misión del hombre: es la misión conjunta de “los dos”. Pero a la mujer le cabe un peculiar profetismo desde su femini­dad. La mujer no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás (MD,30).

“Dios le confía a la mujer de un modo especial el hombre, es decir el ser humano, en razón de su feminidad… siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse… De este modo se convierte en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía de su espíritu. A estas mujeres deben mucho sus familias y a veces también las Naciones… En este momento histórico se espera la manifesta­ción de aquel ‘genio’ de la mujer, que asegure en toda circuns­tancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano” (MD,30).

Reflexiones conclusivas

El estilo literario de este documento -reflexión meditativa y hondamente religiosa- manifiesta ya un modo peculiar de veneración y de acceso al misterio de la Mujer. Es una aportación auténticamente “cris­tiana” al tema de la mujer. Sería sumamente iluminador contar con pro­nunciamientos de otros colectivos religiosos, culturales, políticos.

La reflexión sobre la mujer que se realiza en esta carta apos­tólica conlleva una gran riqueza de “armónicos”, es decir, de referen­cias que la convierten en una auténtica sinfonía. No se habla sólo de la mujer, sino de ésta en relación permanente con Dios y con el hombre, con la vida, con la sociedad, con la historia.

Un “¡no!” a…

La carta apostólica es un No:

Al sexismo: se alude a su dimen­sión pecaminosa; el “dominio” o “predominio” sobre la mujer forma parte del pecado estructural y debe ser combatido a partir de la ejemplaridad de Jesucristo. El sexismo, la opresión de la mujer, considerarla obje­to, utilizarla, no escuchar su voz, no hacerla auténtico sujeto de la vida familiar, política, social, eclesial es contrario al proyecto del Reino de Dios.

A la herencia de la antigua Eva: a la degradación de la mujer, a la pasividad, a la mujer contemplada solamente como mano de obra, como reproductora, como seductora. De forma muy sutil la Iglesia autocritica todas las formas de “objetiva­ción” de la mujer que se han producido dentro de ella misma. Aunque hubiera sido deseable mayor explicitación de este hecho.

Al clericalismo, a la comprensión de la autoridad jerárquica como dominio y no como servicio.

Un “¡sí!” a…

La carta apostólica es un Sí a:

La vocación integral de la mujer.

Su condición de sujeto en todo tipo de relaciones interpersonales, comunitarias, sociales; y también “sujeto” en la Iglesia.

La unión entre la causa de María y la causa de la Mujer; de forma que menospreciar a María es menospreciar a la mujer, y menospreciar a la mujer es menospreciar a María.

La liberación de la mujer de los lazos exteriores e interiores que la oprimen.

La emergencia de un nuevo profe­tismo femenino.

Es una invitación a la mujer para que manifieste su “genio”, su preocupación por la humanidad, su lucha por una sociedad mejor. Es una llamada para que a pesar de las dificultades, persecucio­nes, discriminaciones, participe en la misión de la Iglesia. Es una llamada para que actúe con libertad ante las graves discriminaciones sociales (MD,27).

Aparecen en la carta serias reservas sobre la inclusión de la mujer en el ministerio ordenado, a causa de una cuestión teoló­gica todavía no clarificada en el interior de las iglesias. No obstan­te, hay en la carta apostólica una “lógica de pensamiento” que puede llevar a planteamientos prácticos, imprevisibles hasta el momento a nivel institucional. Tomar en serio la condición de la mujer como suje­to de la vida y misión de la Iglesia implica que ella sea escuchada, forme parte de los órganos de decisión, tenga voz pública en la Igle­sia, colabore como co-sujeto en su misión, tal como se deduce del Nuevo Testamento. Esto conllevaría un cambio institucional en la Iglesia de gran envergadura: las curias, las nunciaturas, las parroquias…

Por otra parte, el lenguaje del Papa al respecto no tiene un dogmatismo tal que zanje las cuestiones abiertas. Por ejemplo, no se da ningún tipo de argumento en contra de la participación de la mujer en el ministerio diaconal, en el ministerio de gobierno, en el ministe­rio profético y magisterial. Sólo se cuestiona la capacidad simbólica de la mujer para ejercer el ministerio sacerdotal en las celebraciones litúrgicas y sacramentales.

La referencia a la última Cena de Jesús no tiene en cuenta la “penúltima Cena”, aquella de Betania que en varios aspectos anticipa la “última”. En Betania hay servicio a la Mesa, hay lavatorio o unción de los pies, hay una evocación de la “memoria”, se hacen referencias al Cuerpo de Jesús, también emerge la figura de Judas. Tanto los Sinópticos como Juan la relatan. Y en esa penúltima Cena juegan un papel muy relevante las mujeres, Marta y María. ¿Porqué despreciar la conexión entre la última y penúltima Cena? Y ¿no es cierto que el Cuerpo del Señor muerto y resucitado queda confiado de una manera especialísima a las mujeres que le siguieron?

“Mulieris Dignitatem” nos confronta -como Iglesia- con el proyec­to del Dios creador y con la admirable y recreadora actitud y relación de Jesús con la mujer. La Iglesia desea que al decir “mujer” resuene en su voz la voz del Maestro. Y esto será posible si nos dejamos inspirar, actuar, por el Espíritu que el Abbá y Jesús nos envían y con el cual nos ungen, para discernir –no desde un puesto de mando-, sino desde una admirable pero también compleja comunión con todos y todas.