SEGUNDA INGENUIDAD

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(Fernando Millán Romeral). A lo largo de los diez años que llevo como Prior General de la Orden del Carmen, una de las cosas que más me han impactado, me han preocupado y me han quitado horas de sueño es el desengaño, la decepción y el desánimo en el que han caído algunos religiosos. En tantas conversaciones con religiosos y religiosas (carmelitas y de otras órdenes y congregaciones), junto a mucho entusiasmo, creatividad, servicio generoso y gozoso… he encontrado también personas desanimadas y (lo que más me entristece) personas decepcionadas. No me estoy refiriendo al religioso narcisista para el que todos los reconocimientos, parabienes y felicitaciones del mundo serán siempre insuficientes. Me refiero más bien a religiosos que se entregaron con gran ilusión a una tarea, que se consagraron al Señor con mucha generosidad y que han intentado vivir con honestidad y coherencia su Vida Religiosa. Pero por diversos motivos -y aquí los casos son tantos como las personas- se sienten decepcionados y desengañados.

Hablo de ellos con un respeto enorme y con mucho cariño. Las causas de su desánimo son muy variadas, a veces quizás injustificadas o sobredimensionadas, pero muchas veces justas y lógicas. En no pocos casos se trata de un estado temporal, y pasada la crisis, se animan de nuevo y se entregan a la evangelización con fuerzas renovadas. En otros casos, sin embargo, el desánimo vence la batalla y la persona no encuentra fuerzas para seguir adelante. Todo ello es humano y forma parte del misterio de la persona, de la vocación, de ese magma complejo, difícil y fascinante que somos los seres humanos.

Como superior, como hermano y, a veces, incluso como amigo intento animar del modo que Dios me da a entender. No es tarea fácil, sobre todo si el desánimo bordea los límites de la depresión. Últimamente echo mano de una idea que me gusta mucho: suelo apelar a algo parecido a lo que Paul Ricoeur llamó “segunda ingenuidad” (naïveté seconde). Es verdad que el sabio francés la utilizaba sobre todo en el campo de la epistemología, la hermenéutica y todo eso, pero yo hago un uso un tanto (bastante) libre y -más allá de la cita en plan “cultureta” o incluso algo pedante- creo que la idea me ayuda a expresar lo que quiero trasmitir a estos hermanos en dificultad.

En la Vida Religiosa, como en todos los proyectos humanos, tras el fervor inicial, tras el entusiasmo juvenil y la fuerza del primer amor, viene siempre un cierto desánimo provocado por la desilusión y la decepción. Alguien me dijo una vez: “Fernando, no se es hombre hasta que no se le ha visto el cartón a la vida”, es decir, hasta que no hemos descubierto lo negativo, la cara fea o incluso (y perdonadme la crudeza) el engaño. Si no se pasa por ello, nos quedamos en una actitud infantil, ingenua o simplona. Pero cuando pasamos por ahí, la cosa se complica aún más. Hay quien opta por actuar, como si no pasase nada, y se convierte en un pícaro, en un farsante. Hay quien -con muy buena intención y algo de heroísmo- niega la realidad y se enfrenta a la evidencia con todas sus fuerzas hasta que cae exhausto. Y hay quien cae en ese desánimo hondo del que estoy hablando. En esa fase se tiende a pensar que nada vale la pena, que nuestra vida ha sido un fracaso y que -de forma grotesca- nos hemos entregado a una mentira. Es lo que le pasó al pobre Elías cuando, cansado y triste, se sentó a los pies de la retama y dijo aquella frase terrible: “¡Basta Señor… Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!” (I Re 19,4).

Pues ahí es donde entro yo y les suelto lo de la “segunda ingenuidad”. No podemos quedarnos en ese desánimo. Volver a lo infantil (a la primera ingenuidad) es ya imposible, pero -con mucha humildad, con mucha fe, con mucha madurez- nos embarcamos en una segunda ingenuidad que sabe de qué va esto y de qué pasta estamos hechos los seres humanos, pero que es capaz de reilusionarse y de renovar el entusiasmo, la generosidad y la entrega gozosa. No nos resignamos, no nos quedamos en la amargura decepcionada ni en una melancolía paralizante (como sugerían los “maestros de la sospecha” como llamaba el mismo Ricoeur a algunos pensadores pesimistas y teóricos del desengaño).

Jesús no nos invitó a quedarnos en la niñez, sino en “hacernos como niños” (Mt 18,3). No faltará quien nos considere ingenuos o ilusos, buenistas (un insulto gordísimo del que ya hablé otra vez en esta página) o cándidos… pero sólo así se puede vivir la vida (¡y más si cabe algo tan grande y tan hermoso como la Vida Religiosa!) con plenitud y alegría.

No se trata de -como dicen los italianos- “chiudere un’occhio” (cerrar un ojo para no ver lo que pasa), sino de mirarlo con ojos nuevos, con compasión, con sabiduría espiritual, con hondura y con fe, con mucha fe… En el fondo está en juego la antropología teológica, esto es, la concepción del ser humano que se desprende de nuestra fe (libertad, pecado, gracia, redención y todo eso…). Sólo así, la vida podrá seguir sorprendiéndonos de vez en cuando; sólo así podremos salir del discurso amargado y cicatero del que “se las sabe todas”, o del discurso pánfilo del que no quiere saber. Sólo así podremos seguir soñando. Y, para eso, hace falta mucho coraje y mucha talla humana.

Ya se lo decía el Papa Francisco a los jóvenes que le escuchaban en su viaje a Cuba, improvisando aquellas palabras que constituyen un verdadero desafío para todo creyente: “Cada uno a veces sueña cosas que nunca van a suceder, pero sueñen, deseenlas, busquen horizontes y ábranse, ábranse a cosas grandes… No se olviden ¡sueñen!”.