La Encarnación fue un proceso de simpatía de Dios con sus criaturas. Jesús no sabía de distancias ni de protecciones porque –desde el principio- vivió la fragilidad de la condición humana.
La sanación es un acontecimiento frecuente en los evangelios y, en algunos, supone una contaminación del Maestro por tocar al leproso, acariciar a los niños o levantar a los muertos.
La lepra y la COVID son contaminantes. Ambas tienen un alto componente de contagio y una dosis fuerte de rechazo social. Quizá hoy sí podemos entender el “por qué” Jesús no podía entrar abiertamente en las ciudades: por el contagio y la impureza. En nuestra situación –de pandemia- estaría un día sí y otro también confinado. ¡Pobre del rastreador que tuviera que estar detrás de él!
El fragmento del leproso resume lo que supuso a Jesús acoger nuestra carne. Al tocarnos se contaminó de las consecuencias de nuestro pecado; de nuestra soberbia y -como un leproso- quedó confinado en los caminos. Por estar entre nosotros recayó sobre él el rechazo social y moral. El final de su vida también fue a las afueras de la ciudad más santa para los judíos. Y para muchos sigue estigmatizado por no haber actuado con empatía. Pero para los que llevan en sí las llagas de la enfermedad y la sospecha sigue siendo un recurso seguro de Salvación.
Muchos de los nuestros están viviendo situaciones de exclusión sanitaria y de soledad. Los motivos son otros, pero igual de dolorosos que entonces. Invoquemos al Señor de los leprosos que se haga presente en la cabecera de la cama de cada enfermo. Y pidamos la intercesión de María, abogada en la enfermedad, para que su Hijo siga tocando nuestros corazones.