Cuando uno se apropia de algo que no le pertenece se convierte en un ladrón. Atesora lo adquirido con un deseo de conservación exagerado porque reconoce que no es fruto de su inspiración. Posee lo de otro pero reconoce que no le pertenece. Además, no sabría cómo darle consistencia.
Cuando Dios nos regala la luz de Cristo y nos hace comprender el sentido de nuestra vida como parte de la historia de la salvación nos da algo inmerecido. Lo que brota ante ese don es la acción de gracias y la alabanza. Y nos posiciona como sal y luz para los otros.
Sal que da sabor a la vida de los demás, como antes -otros hermanos- lo han hecho con nosotros. La vida de comunidad se nutre del sabor que proporciona la sabiduría de nuestros mayores. Y nos convierte en personas amenas, prudentes, amables y con criterio en situaciones de tristeza, agobio e injusticia.
Luz proyectada por nuestro obrar desinteresado por aquellos que se cruzan en nuestro camino. Regalando unas caricias de misericordia que da Dios a través nuestro. Al actuar solidariamente entregamos lo que Dios nos ha dado a nosotros.
Si vivimos la fe sin pronunciar nunca una palabra de amabilidad, de ánimo, de agradecimiento, “desalamos” la fe y la convertimos en un ejercicio de perfección de no nos ayuda ni a nosotros. Si pensamos que todo fruto pastoral depende de nosotros y tiene su inicio en nuestras decisiones, cortándolas de las tarea de los hermanos desde hace años, «salamos» en exceso.
Actitudes que no construyen el reino de Dios ni dan sentido a la propia vida. Aquí, el evangelio afirma con dureza: «No sirves más que para tirarte y que te pise la gente». Si ayudamos a aquellos que amamos, a los que nos hacen bien, a los que se lo merecen… hacemos lo que hace todo hijo de vecino sin necesidad de ir a misa ni ser cristianos. Y claro, esas obras no iluminan, se quedan en casa, con los amigos o en la parroquia. Aquí el evangelio es más suave, pero nos denuncia como ladrones: «sin estas obras no dan gloria a vuestro Padre que está en el cielo».
La luz de la fe nos posiciona como lumbreras ante el mundo y no debemos esconder ese brillo sino generar un resplandor. Hacerlo nos lleva a apagar, desalar y devaluar el DON. La Palabra nos da el sabor necesario para ser la sal de este mundo y no espolvorearla es un robo al sentido de la vida. Ser sal y Luz no es cosa nuestra, pero si el dejarnos embriagar por el sabor e iluminar por la Luz.