¿Cuántos no habrían pasado junto al ciego a lo largo de su vida? Y, cuántos, con una limosna evitaban mirarle a la cara.
Aquel ciego mendigaba, pedía limosna porque no podía hacer otra cosa. Estaba fuera de la sociedad. Jesús fue el único que pasó y no le dio limosna, le dio la vista: –«Ve a lavarte a la piscina de Siloé». Y con ese mandato, la oportunidad de poner algo de su parte en la recepción del don: «Él fue, se lavó y volvió con vista». Aquel hombre no había visto nunca. Conocía a sus padres y a los que amaba a través de su tono de voz, su olor, sus dedos… A Jesús no le conocía ni tan siquiera desde su oscuridad. Pero aquel desconocido le dio la vista que le faltaba. El Hijo de Dios, con su poder Creador, le regaló luz el sábado; día en el que su Padre había descansado de crear.
Y claro, esto no pasó inadvertido para los judíos. Bueno, para los fariseos. Este «milagro» se convirtió en un problema moral para ellos. ¡Cómo obrar en sábado! ¡Seguro que no era de Dios!
Y comenzó el problema. Aquel ciego comenzó a tener rostro. La gente reparó en él: «Es el que pedía… no es él pero se le parece». Pero nadie le felicitó. Nadie se alegró de que un hijo de Dios pudiera quedar en condiciones para ser uno más y entrar en sociedad. No, al contrario, le expulsaron. Sí, de nuevo, porque se atrevió a considerar que el que le dio la vista debía ser «al menos» un profeta. ¡Pero qué sabía él!
No sé cuánto tiempo pudo estar metido en la sociedad: ¿Media hora?, ¿Una hora? Pues al cabo de tan poco tiempo ya le habían expulsado. Esa es la limosna que damos los hombres… media hora de gloria o treinta minutos de palabrería a su costa.
Jesús volvió a encontrarse con aquel hombre. Otra vez estaba expulsado. Aunque esta vez veía. Y entonces le preguntó: «¿Crees en el Hijo del Hombre?». Y aquel que fue ciego le preguntó lo que cualquiera de nosotros preguntaría: «¿Quién es Señor, para que crea en Él?» Esa es nuestra pregunta; la que todos hemos hecho… Porque al Señor nos acercamos y conocemos por lo que nos dicen nuestros padres, nos enseñan en la catequesis, en la clase de religión -si tenemos- o en misa -si vamos-. Sabemos de oídas… ¡vamos, por el oído! Pero no le hemos visto. Por eso, hay que ponernos -como aquel hombre- ante Jesús.
Y aquel respondió: –«Creo Señor. Y se postró ante Él». Tal y como haremos nosotros dentro de un rato en la consagración. Tal y como hace todo aquel que se bautiza o confirma consciente de quién es Cristo.
Hoy no quiero entrar en esos jaleos de si los ciegos son los fariseos y el ciego es el que ve y todo eso. Me interesa darme cuenta de mi ceguera: que cuando el pobre no tiene nombre ni rostro me deja indiferente, pero, si me paro a preguntarle, y me dice su nombre y reconozco sus rasgos, me complica la existencia. Sí, porque ya no puedo darle limosna, sino darle mi cara y mi tiempo.
Esta es la luz que el Señor me quiere dar hoy. Y la posibilidad de felicitar a ese pobre hombre -o a otros- a los que todo el mundo utiliza y a los que nadie da un abrazo de bienvenida a la realidad. Por eso, es bueno reconocer nuestra ceguera y escuchar de su boca: «El que te está hablando ese es».