Jesús va al desierto sólo y a la montaña con “Pedro, Juan y a Santiago”. Es cierto, que al desierto, al calor y frío extremos, a la escasez, no se invita a nadie y que a escalar y a hacer una cordada, sí. Por eso invita a tres de sus discípulos a orar con él en lo alto del monte y allí mientras “oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban” con la luz de Dios, trasparentando el misterio de su persona. Si en el desierto se reveló como hombre, ahora va a ser como Hijo de Dios. Y si entre la arena aparece el diablo, entre las nubes aparece el Padre.
Como testigos del cielo “Moisés y Elías, hablando de su muerte en Jerusalén”. Como testigo de la tierra “Pedro y sus compañeros que se caían de sueño”. Ahí está el contraste entre el cielo y la tierra, entre lo divino y lo humano. Lo cierto es que en esta vida hay cosas que uno tiene que afrontar por sí mismo. Y es necesario el Tabor para afrontar los desiertos, la cruces, las enfermedades, los sinsabores y todo aquello que consideramos injusto. Podemos estar rodeados de gente y sentir la soledad más absoluta. ¡Que lo testimonien algunos religiosos!
Dios nos sigue invitando a subir a la montaña y nos sigue recordando que: «Éste es mi Hijo, el escogido», especialmente cuando presenciamos el juicio a manos de los cercanos, la condena de boca de los lejanos y el patíbulo de la cruz preparado por las gentes. Momento de gloria para que no dudemos de la divinidad de Jesús ni de la humanidad del Padre cuando nos suceda algo parecido. Momento de desierto cuando nos veamos tentados y perdidos y sin saber hacia dónde tirar.
En estos días se nos invita -como el Maestro- a tomar la propia cruz y afrontar lo que venga, lo que sea: riesgo -como Abrahán- o testimonio -como Pablo-. Pasando del desierto a la montaña.