

Las ganas de comer se pierden en muchas circunstancias, aunque, en la gran mayoría, suceden por disgustos, dificultades, sustos u otras situaciones que parecen insalvables.
El profeta Elías, perseguido y amenazado de muerte, sobrevivía a hurtadillas alimentado por el miedo; como tantos refugiados de la historia. Escondidos y aterrados huyendo hacia un mundo desconocido que devora a los sencillos.
En una suerte de consolación, Dios le inyecta futuro y le abre las hambres, “levántate y come”. Se recupera por la Palabra que se le regala y, sin cambiar de situación, decide tirar hacia delante. La confianza vence al miedo y lo lanza a la profecía.
El hambre es lo que mueve a los pueblos a salir a buscar el pan de cada día. Es cierto que los movimientos de personas que abandonan sus lugares de origen tienen complejos condicionantes. Sin embargo, el pan es la sinécdoque de la estabilidad y la seguridad. ¡Que se lo recuerden al pueblo judío en sus quejas por el maná!
Jesús se propone como el Pan de la vida: su corazón como abrazo permanente, sus palabras como guías seguras, sus milagros como providencia divina. ¡Cuántos de nosotros hemos encontrado en él las ganas de volver a comer!
El hambre de Dios es una necesidad poco reconocida y menos valorada en la sociedad de ahora, la nuestra. Y no por eso es menos necesaria. Nos toca a nosotros guardar un poco de harina y de aceite para regalar a aquellos que precisen dejar sus miedos y volver a comer.