Cuando Lucas escribe este evangelio el templo ya había sido destruido por el general Tito. Con unas palabras provocativas anticipa las consecuencias de una fe sin Dios y llena de intereses.
El conglomerado de edificios, costumbres y textos forman parte de la religión. Es parte de la Encarnación y fruto de la evolución histórica. Y nosotros -seres frágiles- que necesitamos tener cierta seguridad las constituimos en parte esencial. De tal manera que ponemos el corazón en las mediaciones más que en Dios.
Lo que Jesús criticaba a los fariseos, lo reprochamos nosotros a los que tienen una fe infantil, llena de pietismo y escasa de compromiso. Lo expresamos en la homilía, en las reuniones educativas, en las conversaciones del bar y hasta en el trabajo… Y no nos damos cuenta de que nos señalamos a nosotros mismos. ¡Si! Cuando sustantivamos nuestro catolicismo con un momento histórico, lo mostramos con un personaje político, lo representamos con un edifico, lo describimos con unas manifestaciones culturales…
Nos cuesta pensar en un futuro en el que no estemos presentes en determinada ciudad, orando con determinado idioma, celebrando con determinada raza y vibrando con cierta espiritualidad.
Y todo eso es pasajero. Lo esencial es la amistad con Cristo. Si no lo recordamos, acabaremos creyendo al primero que venga gritando: «Yo soy». Y, claro, nos iremos detrás. Y abandonaremos la fe porque «no nos llenaba, nuestra congregación no nos sustentaba o la Iglesia no nos entendía».
En la confusión de los medios se juega el sentido de nuestra vida religiosa. Y los responsables somos cada uno. Una equivocación fruto de nuestra falta de hondura, de vida de oración, de compromiso con los hermanos.
Ya no hará falta que venga ninguna guerra, revolución, terremoto, división, destino, reforma o elecciones para hundirnos. Ya nos habremos encargado nosotros mismos de adulterar debilitar la fe.