El Adviento es tiempo de espera del Salvador. Un tiempo celebrado de manera litúrgica y cada vez más escondido en los templos y explicado en las catequesis.
Socialmente lo recuerdan los calendarios de chocolatinas que se venden en las grandes superficies y que se detienen el 25 de diciembre ante el Santa Claus de turno.
La preparación, no obstante, se da. Los anuncios nos venden la necesidad de prepararse para algo importante, familiar, jugoso y colorido.
Pudiera parecer que andamos a la “gresca” con lo social y sus modos de proceder. Nada más lejos. Considero que aquello que no sabemos explicar, lo que no atinamos a anunciar y lo que representamos con torpeza se recicla de otro modo.
Nuestras maneras son de otro tiempo, con otras músicas y estéticas. Pensamos que han de permanecer y, sin embargo, comenzaron en un momento dado.
El cristianismo siempre ha supuesto la novedad de los tiempos. Novedad por sus relatos, valentía por sus propuestas, curiosidad por comprender y capacidad para explicar. De ahí que estuviera presente en todos los cambios de época, estilos artísticos y modos de pensar.
Llegados al Adviento, me da la sensación de que repetimos y no innovamos. Y eso que la palabra de Dios nos invita a iluminar el momento presente con propuestas bien actuales: “Hacia (el monte Sion) confluirán los gentiles… De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas”.
El Adviento tiene como cometido recordarnos cómo vino el Señor la primera vez y cómo quiere hacerlo en cada ocasión. Y la propuesta es dejarle hacer y abrir los ojos para encontrarle hasta en la propaganda desechada. No somos de este mundo, pero hay que comprenderlo para iluminarlo.
Hay cuatro semanas para tomar notas; esperando.