Somos un pueblo de “dura cerviz” que se enfrenta a Dios creyendo merecer lo que no planta, no construye y no piensa. Somos así y, en determinadas épocas de la vida, lo ponemos de manifiesto.
El deseo de pan y de seguridad es una de las tentaciones humanas que sufre el mismo Jesús. Un Jesús que forma parte de ese pueblo de Israel que nos es tan familiar. Un deseo de bienestar irreal en un mundo provisorio y cambiante.
Israel se quejó a Dios de la esclavitud y fue liberado. En el camino se quejó del sol y del polvo del camino, de la falta de agua y de pan. Y Dios les envió lluvia, codornices y “maná”. En la estepa comenzaron las críticas por la tierra que debían heredar y por los pueblos que deberían vencer. Y Dios les dio un país. Y al llegar, el pueblo se quejó de los habitantes y de los cultivos… quejas, críticas, murmuraciones. Y en medio de todo eso la idolatría del “becerro de Oro” cuando -por una temporada- Dios les dejó de regalar para que crecieran, maduraran y comprobaran todas sus posibilidades.
Un pueblo adolescente que resume su egocentrismo e insatisfacción en un trozo de pan.
¿Qué pan apetecemos? ¿A qué dios se lo pedimos? Porque, quizá no sea el Dios de Jesús que da lo necesario en cada momento.
En estos días se nos regala vida, posibilidades, vacunas, medias jornadas de trabajo y deseamos salud sin virus. Soñamos, deseamos y anhelamos la seguridad sanitaria de la que habíamos disfrutado durante décadas en una parte del mundo y de la historia. De ahí que seamos unos cuántos privilegiados los que criticamos y murmuramos. Nosotros, como el pueblo elegido.
Miremos dónde estamos, a quiénes tenemos y lo que nos rodea. ¡Demos gracias levantando el trozo de pan del que disponemos! Y olvidemos la pregunta y la respuesta.