Hoy Jesús se lleva a tres de sus discípulos para mostrarles su Misterio. Los verbos que utiliza el evangelio dan cuenta del proceso de crecimiento que se ha de propiciar: tomó y se los llevó. Los dos manifiestan una cierta «pasividad» y necesitan una disposición interna para conectar con el Misterio.
Tanto la vista, como el oído, son los sentidos que nos abren a la realidad y a la vez la respetan. Uno puede mirar o cerrar lo ojos, prestar atención a las palabras u obviarlas. Pero tanto uno como el otro nos disponen a acoger, en pasividad, lo que nos llega de fuera: vieron un «rostro resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz» y escucharon a «Moisés y Elías conversando con Él».
Los otros sentidos implican «actividad». Pedro violenta la intimidad de Jesús y el momento íntimo con el tacto: – «Haré tres tiendas…» Y, con poco tacto interrumpe el secreto.
Dios -el Padre-, pone en su lugar la imprudencia de Pedro (la nuestra) , y le coloca en su lugar: -«este es mi hijo el Amado, escuchadlo». Y sume en la pasividad a aquel hombre que ha irrumpido -de la manera más burda- en la profundidad de Dios.
El siguiente paso lo da Jesús, que -con su mano- toca a los tres discípulos y los devuelve a la realidad de cada día, al camino donde suelen cuestionar el proceder de su Maestro.
Todo esto manifiesta que habían entendido muy poco, a pesar de haber visto y oído. De ahí el «secreto de confesión» hasta que reciban el Espíritu y comprendan la Verdad. La «transfiguración» provoca el cambio en los discípulos para dejarse modelar por las circunstancias y los deseos de Jesús. El «cambio» les lleva a la obediencia -que leemos en Abraham-, para desear el hacer de Dios.