A todos nos gustan los gestos pequeños. Cuando entramos en la intimidad del corazón llegamos a la esencia de las cosas. 

Hemos de reconocer que nos gusta lo grandilocuente, lo extraordinario, lo estético y lo que, en apariencia, nos habla de generoso. Somos así y, aunque la intimidad sabemos que lo grande puede ser fatuo, pasajero o inútil, nos encanta la apariencia de autentico y bueno.

A Jesús la apariencia no le importaba mucho, le iban más los corazones de las personas que se encuentran dentro y no se ven. A él no le gustaba el cariz que estaba tomando su tradición religiosa encantada con los potentados y los donativos abundantes.

¡Cuántas viudas, cuántos leprosos y enfermos eran rechazados en el Templo! Importaba la apariencia de riqueza y moralidad. ¿Estamos tan lejos de aquel juicio? Hemos de reconocerlo: nos puede la fachada, la apariencia y las buenas palabras. Lo que Lucas expresó con la parábola del fariseo y el publicano en el templo sigue ocurriendo.

Un día Dios nos preguntará por la acogida que dimos a los que molestan, huelen, tienen otro color u otra procedencia y entonces quedará de manifiesto la opción que hicimos por los pobres. Y, quizá, en ese momento tendremos que reconocer que nos pudo el olor, la mugre, las pintas…

Hoy vuelve a parecer la viuda dando todo lo que tiene a una institución caduca. Lo que importa es la mirada de Dios que sabe descubrir lo honesto en lo pequeño.

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