Salimos hoy del marco religioso, del conglomerado de costumbres y normas, y entramos en la moral del evangelio: del obrar por costumbre a obrar por convicción. Y eso sólo lo hace quien descubre a Dios como un Padre.
Los que se abren al Reino de Dios buscan su voluntad por encima de los propios deseos e intereses. Así vivió Jesús y así nos lo ofrece. Una nueva manera de dirigirse en la vida que tiene como hitos irrenunciables la corrección: «¿No corrige un padre a sus hijos? Ninguna corrección nos gusta cuando la recibimos, sino que nos duele; pero, después de pasar por ella, nos da como fruto una vida honrada y en paz».
Quizá sea esa una posibilidad que restringe la medida de la puerta. Una exigencia -medida en centímetros- que brota de la relación con Dios y que va más allá de que uno sea judío de raza, cristiano de cultura o extranjero de procedencia. ¡Cuántas veces hemos juzgado a Dios acusándole de ponernos pruebas! Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer que jugar con nosotros.
Si hemos decidido seguir a Cristo hemos de transitar por un camino parecido al suyo. Recordemos que Él, siendo Hijo, aprendió sufriendo a obedecer. ¿Quiénes nos creemos para no acoger lo que me viene? ¿Quiénes somos para guiarnos sólo por nuestros deseos?
Es preciso hoy, reconocer lo que nos dice la Palabra: Él puede fortalecer mis manos débiles, mis rodillas vacilantes, allanarme el camino para construir el Reino. Si me dispongo, Él curará mis heridas y sanará a mis hermanos. Concentrando mis deseos en los del otro: cambiando la medida de la puerta.