martes, 19 marzo, 2024

LAS OTRAS BIENAVENTURANZAS DE JESÚS

Tiziana Longhitano como buena conocedora de distintos ámbitos de solidaridad y bienaventuranza más allá de las fronteras de la vida religiosa, nos hace una propuesta de retiro novedosa. Abrir la mente para captar lo bueno allí donde esté, crecer en la confianza para crear y creer en la solidaridad puede ser un camino nuevo para quela comunidad se aventure a salir de lo conocido y descubrir así nuevas posibilidades de aliento y creatividad.

Nos vamos a fijar en algunos pasajes tomados de los cuatro Evangelios, que se pueden agrupar en torno al tema de la alegría, la esperanza y aquellas que, con términos exquisitamente evangélicos, se pueden llamar bienaventuranzas, pero que no se encuentran entre las del capítulo quinto del Evangelio de Mateo. Efectiva-mente, hay muchas otras repartidas acá y allá por los diferentes textos evangélicos. En los pasajes que hemos seleccionado, algunas veces la bienaventuranza aparece explícita, en otras ocasiones la hallamos tras las connotaciones de alegría, exultación, paz en el Señor.

El mismo Jesús vive estas emociones en ciertos momentos, cuando le sorprende la relación con las personas que tiene ante sí, cuando, en los pequeños y en los pobres, ve florecer el amor, del cual se siente portador. En algunas expresiones evangélicas puede percibirse su gozo, que se desborda más allá de la historia concreta, y entra en lo más íntimo de nuestro espíritu. La felicidad de Jesús consiste en ver que todos pueden abrirse a los demás y al encuentro con Dios. Se responde a Dios porque Él llama primero, y ayuda a todos a ir más allá de los propios horizontes. ¡El encuentro es posible! El Señor ha dado a la persona todo lo que ésta necesita para poder establecer con Él una relación de real comunión. Dios encuentra a la persona y la persona encuentra a Dios, en un recíproco intercambio de bienes. La llamada del Señor es un misterio de libertad, que no se posee de una vez para siempre, sino que hay que ir descubriendo constantemente, por-que jamás nos sentiremos satisfechos del objetivo alcanzado. Estamos siempre a la búsqueda de algo más, a la búsqueda de la felicidad. El Señor planta en la persona el deseo de felicidad como una oportunidad de que se realice, de que alcance su propia plenitud, que coincide con el final de la vida; y correr tras esta plenitud hace verdaderamente felices. Así se alcanza la santidad. Pero es necesario responder confiando en Él, vaciando el propio yo y ofreciéndose como un don a quien nos pasa al lado en el momento presente.
El retiro está pensado en cuatro etapas, precedida cada una por una breve bienaventuranza evangélica, tomada de los Evangelios, que sirve de título; en cada etapa, además del paso evangélico, se ofrece una profundización. Los dos elementos juntos forman un itinerario que, espero, consentirá a cada uno reflexionar serenamente sobre la felicidad que brota del anuncio evangélico.

Primera etapa
Dichosos, pues, vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen(Mt 13, 16)
Mientras se canta un canon al Espíritu Santo, se enciende una vela, come signo de la luz que es Jesucristo. Él viene a iluminar nuestra vista y da un reflejo de paraíso a todo aquello que vemos habitualmente. El camino de la felicidad pasa también por la mirada.
Oración: “Quédate junto a mí, y yo comenzaré a resplandecer como tú resplandeces; a resplandecer hasta convertirme en luz para los demás. La luz, oh Jesús, procederá solamente de ti: no habrá ningún mérito mío. Serás tú quien resplandezca, a través de mí, sobre los demás. Haz que, así, yo te alabe, de la manera que más te agrada, resplandeciendo sobre todos aquellos que están a mi alrededor. Concédeles tu luz, y concédemela a mí también; ilumínalos con-migo, a través de mí. Enséñame a difundir tu alabanza, tu verdad, tu voluntad. Haz que te anuncie no con las palabras, sino con la vida, con esa fuerza que atrae, con ese influjo solidario que procede de lo que hago, con mi semejanza visible a tus santos, y con la clara plenitud del amor que mi corazón nutre hacia tí” (John Henry Newman, Meditations and Devotions).

Lectura del Evangelio 
 “En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque tal ha sido tu bene-plácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 25-30).

Jesús ora y exulta de gozo, pese a que el con-texto en el que Mateo coloca este pasaje hable de las reacciones poco acogedoras que había sufrido por parte de la gente, que no lo comprende. Jesús no se abandona fácilmente al desánimo, está lleno de gozo, expresa su sí al Padre de cara a la misión para la que ha sido mandado. La palabra de Jesús es rechazada por la gente que cree conocer al Señor, mientras que es acogida espontáneamente por los sencillos e iletrados. Sus palabras poseen una fuerza verdaderamente estremecedora: los maestros no la comprenden porque creen que saben, los pequeños y sencillos, que conocen las dificulta-des de la vida, entran, en cambio, en un acontecimiento de gracia que les hace libres para reconocer en su propia historia la presencia del Padre. El mismo Jesús se maravilla de lo que ve que sucede ante sus ojos, y entre los pequeños y los pobres manifiesta su gozo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”
Bienaventurados aquellos que aún son capaces de maravillarse ante las personas sencillas, y. Viviendo el evangelio, pueden proclamarlo con la propia vida. Bienaventurados aquellos que saben recoger los frutos de la unión con el Señor, porque exultarán de gozo. Bienaventurados aquellos que aprenden a mirar a la gente que se fatiga y sufre, y saben aliviarla de los pesos que soporta. Bienaventurados aquellos que, en los acontecimientos felices o tristes, son capaces de descubrir la presencia del Señor y, como Jesús, saben restituir todo al Padre. Él podrá inundar su existencia con su amor compasivo y misericordioso.

Oración (del Salmo 131)
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señora hora y por siempre. Gloria al Padre, y al Hijo, y al espíritu Santo…
Pausa de silencio
 

Segunda etapa
Sabiendo esto, seréis dichosos si lo cumplís (Jn 13, 17)
“Estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer del pueblo, y dijo: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él dijo: Dichosos más bién los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 27-28).
La gente estaba llena de estupor porque había devuelto la palabra al mudo (v. 14); sobre todo una mujer quedó impresionada por lo que Jesús acababa de hacer, y así proclama dichosa a su madre. En respuesta, Jesús extiende la bien-aventuranza de la mujer a todo el que le escucha. La mujer habla en pasado; Jesús prolonga la bienaventuranza expresándose en presente continuo (en algunas lenguas existe esta forma verbal), o sea, un presente que continúa en el futuro. Él es el centro del tiempo. En el pasado lo esperaron reyes y profetas; ¡Él era el que había de venir! También en el futuro los creyentes desearán su presencia, aunque ya haya venido. Él es el esperado de todos los tiempos, pero también el cumplimiento de esos mismos tiempos; en Él se realiza la Palabra, y, de profecía, se hace memoria y narración. Sus contempéranos tuvieron el privilegio de verle y escucharle, pero nadie parte desventajado respecto a ellos. “Y si conocimos a Cristo según la carne – dice san Pablo – ya no le conocemos así” (2Co 5, 16). Hay un nuevo modo de conocer a Jesús, que tiene lugar a través de la escucha de su palabra.

Antes de la mujer anónima de nuestro texto, ya Isabel había exaltado la maternidad de María, proclamando: “Feliz tú que has creído” (1, 45). Había comprendido que la verdadera dicha de “la madre de mi Señor” (1, 43), era su fe. En cambio, esta mujer todavía no ha comprendido que no tiene nada que envidiar a la madre de Jesús. Más aún, está llamada a imitarla, a ser también ella madre, generadora de la Palabra. Esta maternidad no es un honor reservado a una sola persona, sino una tarea de cada uno de los llamados a vivir como María, cuya verdadera realidad de madre de Dios consiste en escuchar, custodiar y dar vida a la Palabra. Jesús, en esta bienaventuranza, nos ayuda a comprender que todos estamos llamados a dar carne a la Palabra en nuestra existencia.
Y así, a todo creyente le sucede la paradoja de María: engendar a quien nos ha engendrado, acoger a quien nos ha acogido. En Lucas, vivir el evangelio no es ni una cuestión moral ni algo solamente espiritual; el escuchar precede al hacer. Por otra parte, el hacer (guardar) la Palabra es el hacerse verdad de la Palabra escuchada.
El Hijo, que desde la eternidad vive en el amor del Padre, es engendrado en el tiempo, en la obediencia de quien escucha y guarda su Palabra. Y así, mientras el cristiano engendra al Hijo, es a su vez engendrado por Él para la eternidad. Somos engendrados por la Palabra que escuchamos, asumidos por la Palabra que guardamos. Es también importante detenerse en el guardar. No basta solamente con escuchar la Palabra; es necesario conservarla, nutrirla en la memoria personal y comunitaria, y hacerla crecer para que dé fruto (8, 15).
 

Para la profundización 
 Algunos pasos paralelos ayudan a comprender mejor el significado del texto que hemos meditado: Lc 1, 26-38. 39-45; 2, 19, 51; 10, 23s; 1Jn 1, 1-4; 1Pt 1, 23; 1Tes 2, 13.
Contemplar la escena, identificarse con los sentimientos de la mujer, imaginando el grito que se alza entre la gente.

Escucho la respuesta de Jesús.

Pido al Señor que haga de la escucha del Evangelio el centro motor de mi vida.

Oración
María, Madre del sí, tú escuchaste a Jesús
y conoces el timbre de su voz
y el latido de su corazón.
Estrella de la mañana, háblanos de él
y descríbenos tu camino
para seguirlo por la senda de la fe.
María, que en Nazaret habitaste con Jesús,
imprime en nuestra vida tus sentimientos,
tu docilidad, tu silencio
que escucha y hace florecer
la Palabra en opciones de auténtica libertad.
María, háblanos de Jesús, para que el frescor
de nuestra fe brille en nuestros ojos
y caliente el corazón de aquellos
con quienes nos encontremos,
como tú hiciste al visitar a Isabel,

que en su vejez se alegró contigo
por el don de la vida.
María, Virgen del Magníficat
ayúdanos a llevar la alegría al mundo
y, como en Caná, impulsa a todos los jóvenes
comprometidos en el servicio a los hermanos
a hacer sólo lo que Jesús les diga.
María, dirige tu mirada al ágora de los jóvenes,
para que sea el terreno fecundo de la Iglesia.
Ora para que Jesús, muerto y resucitado,
renazca en nosotros
y nos transforme en una noche llena de luz,
llena de él.
María, puerta del cielo,
ayúdanos a elevar nuestra mirada a las alturas.
Queremos ver a Jesús, hablar con él
y anunciar a todos su amor (Benedicto XVI).

Tercera etapa
“Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hch 20, 35)
“Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos” (Lc 14, 12-14).
El tema predominante en Lucas se puede resumir en pocos puntos: la gracia y la misericordia (6, 32-38), que, vividas por los discípulos, los transforman en el rostro del Hijo, un rostro igual al Padre. En este texto la bienaventuranza pertenece a quien da a fondo perdido, sin interés personal y sin buscar la manera de ser pagado. Efectivamente, el compromiso cristiano en favor de los pobres no provoca refinadas sumisiones, porque no es utilizado como un instrumento de dominio. No es tampoco una manera de aligerarse la conciencia de unos sentimientos de culpa más o menos conscientes. Nace de la conciencia de que Dios ha elegido a los pobres y se ha reconocido en ellos. Él es el que salva, no yo, que con una limosna me creo que he arreglado la vida de quien es menos afortunado que yo (cf. Mt 25, 31-46).
¡El fariseo que ha invitado a Jesús se ve, por su parte, invitado a llamar a su banquete a todos los excluidos! La gente que Jesús veía en torno a la mesa eran personas que podían devolver el favor al fariseo. En ese ambiente faltaba el carácter de gratuidad, típico del amor divino (6, 32-38). Efectivamente, los amigos se devuelven con placer la invitación, los familiares lo hacen por interés o por lazos de parentesco, los vecinos – sobre todo los ricos – ofrecen claramente la esperanza de un cambio de favores. Sin embargo, los “pobres, lisiados, cojos y ciegos” viven marginados de la sociedad y del culto. ¡En cambio Jesús ha venido para ellos (4, 18)! En efecto, Él es el médico que ha venido a curar a los enfermos (5, 31), a buscar al que estaba perdido (19, 10). Pablo reprende a los cristianos de Corinto, porque en la Cena del Señor no esperaban a los pobres, que llegaban con retraso a causa del trabajo. Así desprecian a la Iglesia de Dios (1Co 11, 22) y no reconocen el cuerpo del Señor (1Co 11, 29). Jesús mismo se ha hecho por nosotros pobre y maldito (2Co 8, 9; Gal 3, 13). Efectivamente, “¿acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo para hacerlos ricos en la fe…?” (St 2, 5). De esta manera se revoluciona radicalmente la consideración de las personas. El pobre se convierte en el lugar teológico de la presencia de Dios por excelencia; en los pobres Él estará siempre con nosotros, y no deberemos buscarlo en otro sitio. Su presencia no nos deja tranquilos, es incómoda y a veces incluso nos desorienta. En los pobres el Salvador se ha hecho el último de todos, en ellos llama al respeto y a la estima de todos; en ellos exige ser reconocido como el crucificado. Es la experiencia de san Francisco cuando besa al leproso, gesto de auténtica ad-oración (=llevar a la boca, besar, por veneración y afecto). El pobre enseña la verdadera caridad, la humildad, la solidaridad, la misericordia, el compartir y dar sin esperar la devolución. Todo ello son matices del amor que salva, que hace semejante al Hijo, el cual recibe y da la vida sin retener nada para sí. Quien escomo Él, ya ha vencido a la muerte y habita en el mundo de los resucitados.

Oración:
Proverbios 8, 32-35 y Salmo 106, 1-5
Ahora pues, hijos, escuchadme, escuchad la instrucción y haceos sabios, no la despreciéis. Dichosos los que guardan mis caminos. Dichoso el hombre que me escucha velando ante mi puerta cada día, guardando las jambas de mi entrada. Porque el que me halla, ha hallado la vida, ha logrado el favor de Yahvéh. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Quién podrá contar las hazañas de Dios, pregonar toda su alabanza? Dichosos los que respetan el derecho y practican siempre la justicia. Acuérdate de mí por amor a tu pueblo, visítame con tu salvación: para que vea la dicha de tus escogidos, y me alegre con la alegría de tu pueblo, y me gloríe con tu heredad.
 

Cuarta etapa
Dichosos los que aun no viendo creen (Jn 20, 29)
“Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos de ellos! Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora iba a venir el ladrón, no dejaría que le horadasen su casa. Vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12, 35-40).
¡La existencia cristiana es la espera del esposo! Quien espera al Señor es consciente de que no va a venir tan pronto. El momento del regreso será improviso: la noche. Frecuente-mente los símbolos de la noche aparecen relacionados con la inquietud, con el misterio, con la muerte personal. De noche el futuro se hace poco claro, se advierte la incapacidad de dar un rostro preciso a las cosas y al mañana. Es el caos, el reino de la consternación que nos envuelve, y, en las tinieblas, es posible ceder a todos los estímulos. Pero la noche es también el tiempo en que el centinela está alerta, a la espera del alba, el tiempo en que se encienden los faros para iluminar la ruta de las naves lejanas. Las “lámparas encendidas” (cf 8, 16; 11, 33. 34. 36) son el símbolo de quien ama al Señor; están encendidas en el amor del Señor. La lámpara ilumina el propio camino y el de los demás; es signo de la presencia del Resucitado. Este pasaje, efectivamente, es muy rico de términos que evocan la Pascua y sobre todo la cena eucarística, en la que el Señor se pone a servir a los apóstoles, ceñido a los lomos con una toalla. En nuestro pasaje los lomos ceñidos representan la identidad de aquél que sirve en humildad, como su Señor; la lámpara encendida es la luz que se difunde para los demás, consecuencia del amor irradiante. Son los dos aspectos imprescindibles del testimonio, en el que se desborda lo que se lleva dentro.
El dueño está ausente, ha ido de boda, a hacer de la humanidad una cosa sola en Él por el Espíritu Santo (por eso es el esposo). Por eso ahora llega y llama, se autoinvita a la cena, perola cena la ofrece Él (otra alusión eucarística cf. Ap 3, 20). Abrir la puerta, estar despierto, es el signo de la espera plena y del deseo de ver al esposo. ¡Bienaventurados, entonces! Dichoso tú que te has alimentado de la eucaristía, que has esperado con ardor el regreso del esposo. Él es tu pasado, colma de luz tu presente y, en la noche del mundo y de las culturas, enciende de esperanza tu futuro. Quien ama al Señor vela en la noche del mundo y el Señor llegará. Él pasa de noche: es su Pascua; se ceñirá para servir a sus siervos, “yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27); y servir significa amar. El amor es la única preparación adecuada para encontrar al Señor, es necesaria toda una vida para prepararse a este encuentro y para aprender a amar. “El Hijo del hombre” viene, queda la sorpresa del momento.
Para el cristiano el tiempo de la espera no es un tiempo vacío. Es el tiempo de la salvación, en el que es testigo de su Señor con responsabilidad. La vigilancia cristiana no significa escrutar la oscuridad a oscuras; es tener encendida, ante el mundo, la luz del Señor hasta que llegue el alba. Él llama a todos a vivir como administradores fieles y sabios, libres de la avaricia y atentos al servicio de los hermanos. Se vive cotidianamente su venida escatológica en el banquete eucarístico, que celebra el amor mutuo entre el Señor y la humanidad. Y si la noche es larga y dura, la eucaristía hace capa-ces de llevar una vida luminosa y pascual, hasta que de nuevo salga el sol.

Silencio y música
Desde la imagen en tensión
vigilo el instante
con la inminencia de la espera –
en la sombra encendida
espío la campanilla
que imperceptiblemente difunde
un polen de sonido – y no espero a nadie:
entre cuatro paredes
solitarias de espacio
más que un desierto
no espero a nadie.
Pero debe venir,
vendrá, si resisto
a florecer sin ser visto,
vendrá de repente,
cuando menos lo espere:
vendrá casi como un perdón
de cuando hace morir,
vendrá para hacerme cierto
de su tesoro y del mío,
vendrá como resucitado
de sus penas y las mías,
vendrá, ya viene
su murmullo. (Cl. Rebora, 1920).
Propuesta de aplicación
 

Ser bienaventurados es haber comprendido que el núcleo del gozo no se halla concentrado en un estado emotivo. Sin embargo, tenemos que considerar todos los componentes personales, desde los emocionales (como el sentirse de buen humor) hasta los cognitivos, reflexivos y espirituales, como el considerarse satisfechos de la propia vida (que genera alegría, satisfacción, tranquilidad, plenitud, a veces bajo la forma de gozo, placer, distracción).
Propongo unas sugerencias para tener un estado de ánimo positivo:

1 Vivir la Palabra tomando alguna frase de la liturgia de cada día, llevarla en el corazón y en la mente.
2 Transformarla en un gesto visible para los que nos rodean.
3 No atribuirnos toda la responsabilidad por los acontecimientos desagradables que nos puedan suceder.
4 Hacer algo de ejercicio físico.
5 No comparar nuestra situación (salud, simpatía, recursos etc.) con la de los demás.
6 Descubrir lo que nos gusta en nuestro trabajo, y valorarlo.
7 Cuidar el cuerpo y el vestido.

8 Aprender a reconocer las conexiones entre mal humor y mal estado de salud: frecuente-mente la causa del mal humor es el malestar físico, más que otros factores objetivos.
9 Equiparar nuestras expectativas a las capacidades y oportunidades medias de la situación.
10  Ayudar a las personas que aman ser ayudadas.
11  No hacer proyectos a largo plazo.
12  No sacar conclusiones generales de los fracasos.
13  Hacer una lista de las actividades que, personalmente, nos hacen estar de buen humor y practicarlas.

(cf. D’Urso e Trentin, Sillabario delle emozioni, 1992)

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