En medio de esa crisis, muchas órdenes y congregaciones han optado, entre otras medidas, por agrupar provincias. No es la panacea, pero sí supone adaptarse con mayor realismo a la situación actual y, al menos, conlleva un ahorro de personal y la posibilidad de unir fuerzas y recursos.
Muchas veces he defendido esta posibilidad en capítulos y asambleas, pero -para no herir a los que no están de acuerdo- también he dicho que, no por estar a favor o en contra de esta posibilidad, uno es mejor carmelita o mejor religioso. Y es verdad. Pero también es verdad que no deja de ser significativo el uso que hagamos del pronombre “nosotros”. Tengo la impresión que cuanto más reducido, cuanto más raquítico, cuanto más excluyente sea el “nosotros”, más lejano estará del evangelio. Quizás ese sea el gran testimonio que la vida religiosa puede dar al mundo de hoy. En estos tiempos de individualismos de diverso tipo (algunos feroces), de xenofobia, de horizontes chatos y de mucha “autoreferencialidad” (por emplear el término tan usado por el Papa Francisco), se nos pide ser capaces de usar (y de hacerlo con convicción) un “nosotros” amplio, grande, integrador y generoso…
Porque, si no, con esto del “nosotros” ocurre como con los embudos, que cada vez se van estrechando más, y el “nosotros” acaba convirtiéndose (o escondiendo) en un “yo” cicatero y roñoso de miras cortas y escaso valor. Quizás -aunque a primera vista parezca una cosa meramente gramatical- en eso del “nosotros” esté la clave o una de las claves de lo que significa la conversión. Ojalá que, como religiosos, ampliemos nuestro “nosotros” y podamos exclamar con el poeta “¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres!”.