Cada vez que hacemos referencia a la Ascensión de Jesús nos debatimos entre cielo y tierra, subir o bajar y todo con categorías espaciales. Sin embargo, hoy la Palabra tiene tintes de adultez y de riesgo. De una fe pensada y realista que impide que nos vayamos por las nubes o nos quedemos a ras de suelo como aquellos galileos.
Basta leer la catequesis que reciben los cristianos de Éfeso para adquirir una fe adulta. Se les invita a pedir a Dios tres verdades: Primero su Espíritu para poder conocerle -dejando de lado nuestras proyecciones infantiles-, después unos ojos capaces de ver la esperanza a la que se nos llama -superando la cortedad de nuestros objetivos- y, finalmente, reparar en la herencia que les toca a los suyos -parte en su poder-. Y eso, ¿cómo es posible?
El evangelio asegura que confiando en Jesús y demostrándolo con el Bautismo. Y ahí viene el riesgo, porque quien “crea y se bautice se salvará”. Y esa salvación comienza ya aquí, estando por encima de muchas contrariedades: serán o seremos capaces de echar demonios en nombre del Señor para purificar de negatividades o envidias nuestros lugares de trabajo, hablarán o hablaremos lenguas nuevas que unirán a las personas por encima de ideologías, cogerán o tomaremos en nuestras manos las serpientes que asustan a nuestros contemporáneos y, si beben o tragamos el veneno mortal del “aquí y ahora” no nos hará daño porque vislumbramos lo universal y lo eterno.
El resto es más impresionante, porque ese Señor Jesús, dará -nos dará- parte del poder que hoy recibe en ese misterio de la Ascensión o de su Glorificación para curar y sanar a nuestros hermanos imponiéndoles las manos.
Y es que así, y sólo así, Jesús podrá estar por encima de todo haciéndose presente en cada momento y en cada persona: en sacramento y en nuestras manos. Por encima de todo.