La llegada de los gentiles para conocerle es lo que provoca esa “agitación” con la que se le describe. Su fama ha traspasado las fronteras judías y muchos quieren conocerle. Los discípulos -ya organizados- saben cómo gestionar estos acercamientos al Maestro, y cada día son más y más los que atender y a los que explicar. Un hecho intrascendente que provoca en Jesús una respuesta desproporcionada.
Su corazón estaba intentado acoger la idea de su muerte. Una idea que le rondaba desde hacía tiempo; ya lo había dicho Él: “de lo que rebosa el corazón, habla la boca”. La posibilidad de subir a Jerusalén iba convertirse en un cúmulo de despropósitos y causa de la dispersión de sus mismos discípulos. Si él estaba inquieto, ¡qué no les pasaría a aquellos pescadores inexpertos! Por eso, quienes venían a conocerle, debían estar dispuestos a reconocer su gloria, pero ¿cuál?
El término “gloria” -en hebreo- suele significar: presencia y esplendor. Además de usarse para hablar del modo de estar Dios entre los hombres. La gloria que espera a Jesús no está hecha de fama y honor. Todo lo contrario: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo”. Llegará con sabor a muerte y a traición.
Cada uno tiene sus motivaciones en el seguimiento de Cristo y en su compromiso con la Iglesia. Todos decimos buscar y querer lo que Dios persigue y desea… pero en qué situaciones, con quién y hasta cuándo. La “hora” de Jesús nos llega a todos y no suele venir con reconocimiento y glorias humanas. Aparece de improviso, con dolor, negación, frustración y traiciones. Dentro del seno comunitario; igual que fuera.
Necesitamos comprobar que Él “a pesar del ser Hijo, aprendió, sufriendo a obedecer” para no hundirnos en la prueba. Se acerca el día de la Pascua, de nuestra pascua y, mientras tanto, tenemos que seguir acogiendo y guiando a los que se acercan buscándole a Él. Estate atento y avisa a los tuyos… porque tu agitación puede propiciar una reacción desproporcionada.