sábado, 20 abril, 2024

IN MEMORIAM. MONS. ALBERTO INIESTA EN VR

iniestajimenezalberto«Vivir el evangelio sin glosa»:Los religiosos, vistos por un obispo. Mons. Alberto Iniesta

(En 1986 Alberto Iniesta publicaba e nuestra Revista Vida Religiosa un artículo significativo. Recientemente fallecido, queremos ofrecer un homenaje a un hombre de Dios y a un testigo privilegiado de lo que significa el diálogo fe-cultura. VR 60.Nº 5 (1986).

Vida Religiosa como radicalidad

 Entiendo la vida religiosa como una ra­dicalidad, como una literalidad sin glosa de las principales actitudes que se despren­den del evangelio de Jesús de Nazaret y de las comunidades apostólicas. Y ello vivido en una actitud verdaderamente carismática, en cuanto gracia y en cuanto servicio; en cuanto un regalo personal recibido del Espíritu y que no se concede a todos, y a la vez en cuanto servicio a la comunidad, da­do que su modo de vida no es algo extraño ni menos contradictorio con el resto de la Iglesia sino que es como el punto de refe­rencia de la vida cristiana, una presencia incordiante y crítica que nos recuerda a to­dos la ética utópica, si vale llamarla así; la referencia asintótica del ideal cristiano siempre inagotable y siempre inalcanzable pero siempre exigente y estimulante.

La radicalidad afecta a tres niveles: Dios, la comunidad y el mundo, aunque se interpenetran mutuamente y constante­mente, conviene distinguirlos, por razones de método. Hay que advertir, además, que en ningún caso se puede soslayar ninguno de ellos, si bien según las circunstancias de cada vocación puede ocurrir que legítima­mente se ponga un mayor acento en uno o en otro.

 Dios, el primero y lo primero

 Pues bien: en primer lugar, Dios. Así: descaradamente. Dios, el primero y lo pri­mero. Naturalmente, el Dios de Jesucristo, el Dios Padre que por su Hijo nos envía el Espíritu, que nos convierte en hijos, por lo que podemos llamarle abba, «papá». Una vida cristiana sin Dios me parece la mayor aberración posible del cristianismo; pero la vida religiosa está llamada a una fuerte, constante y creciente intimidad con Dios; a una oración profunda, viva y frecuente. Por su celibato, tiene la posibilidad hasta existencial de mantenerse en diálogo cons­tante con el Señor; en relación contempla­tiva, amistosa y hasta conyugal con el Espíritu. Esto y todo lo que esto supone —tiempos especiales de oración y de lectu­ra de la Escritura; austeridad, pobreza, ascesis, pureza del corazón; mirada de fe sobre los acontecimientos; entrega total a la voluntad del Padre tanto en directo co­mo a través de las mediaciones eclesiales, etcétera— no es «negociable». Si por ser fieles no sólo a Dios sino a una relación to­talizante y totalizadora con Dios tuvieran que perder amigos, prestigio o eficacia aparente, no deben dudar ni un momento, como Jesús no vacilaba aun ante sus buenos amigos cuando podía haber discre­pancias entre, por ejemplo, la voluntad del Padre y la voluntad de Pedro. Pero es que, además, pueden estar seguros de que esa profunda relación con Dios será la mejor fuente de fecundidad, de fortaleza y de imaginación para el mejor servicio de la comunidad y del mundo.

Insisto, en que esta relación con Dios debe ser siempre vital en todo cristiano, pero en el religioso debe ser totalizante, ra­dicalizada, escandalosa y llamativa. Aun­que claro está que no quiere decirse propagandística; pero tampoco tan discre­ta, tan discreta, que algunos religiosos y religiosas saben hablar de todo, de todo, menos de «Dios», esa palabra que hoy pa­rece a algunos tan inservible aunque inclu­sive fuera innegable; pero ni sí ni no: «pasan»…

Comunidad, ensayo de una sociedad nueva

Así como creo que todo bautizado   lleva y debe llevar dentro un religioso en potencia y en espíritu, así creo que todo religioso-cenobita lleva y debe llevar    dentro un cierto talante de eremita, de solitario, de llamada al desierto como nostalgia de totalidad, como referencia siempre    más alta y exigente, como comunión más   absoluta y profunda. De aquí que también  el ermitaño y su modus vivendi deben su  poner para la vida religiosa comunitaria un recuerdo escandaloso de mayor pobreza, mayor intemperie, mayor desprendimiento, que les estimule ante las tentaciones de  aburguesamiento de la vida cenobítica. Como unos y otros suponen para los que     vivimos legítimamente en el mundo y entre    sus mecanismos, un estímulo para mantener en la ciudad el corazón caminante y desprendido, el espíritu del desierto y del Éxodo permanente.

Sin embargo, esto dicho como  actitud fundamental y como fuerza tendencial,   pienso que de hecho la vida comunitaria es el ambiente normal de la inmensa mayoría     de las vocaciones religiosas en este tiempo    de la Iglesia. Este es uno de los planos de compromiso radicar del religioso. Esta es a la vez condición para llevar una vida equilibrada y fruto y testimonio del caris- ma religioso, como signo ante la Iglesia y el mundo. Cristo viene a fundar una so­ciedad nueva, una humanidad nueva, una nueva ciudad, que para la Iglesia en gene­ral ya está presente en simiente y en espí­ritu, pero que no puede desarrollarse en todo su esplendor mientras vivimos en las estructuras de la vieja creación, en la histo­ria y en el camino. Sin embargo, las comu­nidades religiosas han recibido el carisma de ensayarlo ya en esta vida, siguiendo el ejemplo fundacional de las comunidades de la Iglesia primitiva. Mal que bien, con muchas miserias y con muchos defectos, la vida religiosa comunitaria pone en prácti­ca, dentro de múltiples formas a lo largo de la historia de la Iglesia, una nueva so­ciedad donde funciona un verdadero, pro­fundo y total comunismo. Un comunismo no sólo en los bienes materiales, sino en lo afectivo, lo intelectual, lo espiritual; una comunidad no para un verano o unos me­ses como hoy ensayan algunos, sino en principio para toda la vida; una solidari­dad y una corresponsabilidad que no tiene por fundamento el apellido, la sangre y ni siquiera una filosofía, una política o un partido concreto, sino una fe en Cristo por la que creemos que todos somos herma­nos, hijos de un único Dios, y se vive día a día con todas sus consecuencias. Esto su­pone en cada religioso una actitud cons­tante de generosidad hacia sus hermanos de convivencia, siempre necesitada de re­novación y siempre disponible para el per­dón, pero también reglas de juego concre­tas, cauces estipulados para ejercer, pro­fundizar, revisar y estimular esa comu­nión. La intuición me dice que uno de los peligros de las comunidades gigantes —donde aún queden…— es su excesiva reglamentación y su masificación. Pero la experiencia me dice que en las comunida­des pequeñas de cuatro o cinco miembros el peligro está en dar por supuesto, dema­siado a priori, que por el frecuente contac­to ya se da por sí misma esa actitud de co­munión en todo. Es falso. Se necesita aquí muy especialmente establecer unos espa­cios intocables de oración comunitaria y de revisión de vida profunda, donde se puedan intercambiar experiencias, ayuda mutua, corrección fraterna, descubrimientos e interrogantes, explicaciones y aclara­ciones, agravios y perdones.

 Compromiso radical, escandaloso, llamativo con el mundo

Finalmente —lo último, pero no lo me­nos importante en esta «trinidad» de radicalidades—, el compromiso con el mundo. Por abreviar y simplificar, incluyo aquí simplemente a «los otros», tanto la Iglesia como los no creyentes y la sociedad en general. Y vuelvo a machacar: el compromiso de los religiosos con el mundo debe ser radical, escandaloso, llamativo. No menos que lo debe ser con Dios y con sus hermanos. No estoy de acuerdo en aceptar para el sacramento del matrimonio una cierta tolerancia de evasionismo, intimismo y aburguesamiento; todo sacramen­to encierra una misión y un servicio, y to­do bautizado debe tener el sermón del Monte y las Bienaventuranzas como pauta permanente de acción. Pero es innegable que tanto la vida matrimonial como el mis­mo ministerio pastoral pueden y deben atender a veces condicionamientos y exi­gencias procedentes de su mismo carisma y que les impiden una libertad de movimien­tos que, en cambio, pueden tener los reli­giosos por muchas razones. Eso con tal de que las mismas órdenes no se aten a sí mis­mas y aten a sus miembros con cadenas estructurales y con excesivas seguridades económicas y sociales. Este compromiso con el mundo, que ha sido una de las exi­gencias permanentes de la historia de la vi­da religiosa, necesita ser adaptado a nuestro tiempo y ser vivido en las estructu­ras de la sociedad actual y en los proble­mas de los hombres de hoy. Y no debe re­ducirse —aunque en muchos casos sea lo más importante— al servicio profesional elegido, sea o no en obras de la propia or­den —niños, enfermos, inválidos, etc.—, sino además en problemas generales en los que los ciudadanos pueden y deben apor­tar una actitud de colaboración para el bien común. Si trabajan como todo el mundo y donde todo el mundo, ¿cómo no implicarse en problemas laborales y sindi­cales? Si viven en un barrio ¿cómo no co­laborar en la asociación de vecinos? Si es­tán en países donde son pisoteados los de­rechos humanos, ¿cómo no hacer algo, to­do lo posible y todo el tiempo necesario, junto con todos los hombres de buena vo­luntad? Más aún: ¿quiénes mejor que los religiosos y religiosas, por su preparación, por el coraje de su fe, por la libertad de su celibato y por el respaldo de su comuni­dad, pueden estar disponibles para los puestos más difíciles y arriesgados? El ejemplo del padre Kolbe es un grandioso símbolo de una exigencia que puede y debe tener luego infinitas aplicaciones, en las cuales no se descarta la necesidad de un prudente discernimiento, pero sin cica­terías ni cobardías.

La audacia de un nuevo Éxodo

Trataré de expresar cómo veo actual­mente la vida religiosa, siempre en general y suponiendo muchos matices y excep­ciones en todos los sentidos.

Tengo la impresión de que los religiosos y religiosas no estaban preparados para el Concilio, ni creían por otra parte que les hacía ninguna falta, ya que con corregir los defectos accidentales, todo podía y debía seguir inmutablemente igual, tanto en su estructuradísima vida disciplinar co­mo en su liturgia, su espiritualidad, su eclesiología, sus relaciones con la iglesia lo­cal y con el mundo. Se daba una mezcla de inmovilismo, pereza y narcisismo, mirán­dose exclusivamente en el espejo del «pro­pio» carisma y de la edad de oro de la or­den, a través de la cual se hacía herme­néutica de la Escritura, de la Iglesia y del Mundo.

Después del Concilio, una gran parte de los religiosos/as han emprendido sincera­mente, valientemente y hasta heroicamente la aventura de la renovación, la audacia de un nuevo Éxodo hacia una nueva tierra prometida, aunque una parte no pequeña con miedos y reticencias, que ha servido de freno y de lastre en la andadura. Lo que podríamos llamar la avanzadilla o la van­guardia ha tenido que soportar así dema­siadas tensiones: el freno, las amenazas y los miedos de los más recalcitrantes; la len­titud, la ambigüedad y la perplejidad de la mayor parte, que deseaban ser fieles a las consignas del Concilio, pero tenían el cora­zón dividido entre la seguridad del pasado y la llamada del futuro; y los roces con una sociedad y un mundo que se había for­mado ya un estereotipo sobre la vida reli­giosa y, por diversos motivos —incultura y cristianismo rutinario, en unos; intereses de clase y hábitos de manipulación en otros—, rechazaba las nuevas actitudes de la vida religiosa que se iban detectando po­co a poco, aunque en general estuvieran más de acuerdo con el Evangelio y con la vocación religiosa.

Añádase a ésto que en esta avanzadilla a veces se han introducido personas por pu­ro «snobismo», sin madurez ni profundi­dad, verdaderos adolescentes aunque tu­vieran treinta o cuarenta años, con más prurito de hacer cosas distintas que de ha­cer cosas buenas y acertadas, y esto, junto con los errores normales e inevitables de todo caminar aun en las personas equili­bradas, ha dado pie a que se formen unas listas de «casos» y «casitos», rebuscados y jaleados por los grupos más retrógrados y llevados a las instancias superiores como «síntomas» de cómo está la vida religiosa en general. Esto puede llevar a la tentación no ya de corregirlos fallos técnicos del tren si los hay, como ocurre en todo viaje, sino en detenerse y volverse hacia atrás, como si el sentido de la marcha posconciliar, también en la renovación de la vida reli­giosa, estuviera equivocado, lo cual me parecería un gravísimo pecado contra el Espíritu Santo, del que tendríamos que dar más grave cuenta ante el Señor que de los mismos errores parciales que en la marcha emprendida podamos cometer; aunque por supuesto que hemos de estar siempre dis­puestos a marchar con humildad y con prudencia.

De todos modos, y para terminar este punto., creo que en el mundo actual se ha percibido un cambio muy positivo de los religiosos/as, en muchos aspectos, de los que para concretar algo destacaría tres so­lamente:

Mayor cercanía al pueblo; mayor servi­cio e inserción en la Iglesia local; más lucha por la justicia, inclusive hasta el martirio. Sin embargo, creo que uno de los fallos es que, aunque se anda, se va despa­cio. No solamente es un pecado pararse si hay que moverse, sino que también lo es no hacerlo a la velocidad proporcionada. Una tortuga coincidiría con los vehículos en el hecho de marchar por la autopista, pero ¡con qué diferencia respecto a los tu­rismos que van a ciento viente…!

 Ser aguijón y caricia a la vez

Por concretar algo más, diré que en ge­neral su estilo de vida debe ser para la Igle­sia como un aguijón, como una memoria subversiva, como una conciencia incor­diante. El estilo de las bienaventuranzas es para todo bautizado, pero a ellos se les permite vivirlo con un cierto «lujo», si vale llamarlo así aunque sea con un uso antité­tico al que daría el mundo a esa palabra. Todos hemos de vivir desinstalados en el ánimo y el corazón y la actitud, pero ellos pueden ser de hecho como las golondrinas de la Iglesia, que no necesitan más que el Espíritu Santo y una maleta. Todos hemos de amar a la Iglesia más que a nosotros mismos y que a nuestra familia de sangre, pero ellos de hecho conviven toda su vida con hermanos en la fe, y han renunciado a vivir con los posibles esposos y posibles hi­jos. Todos hemos de someternos a la vo­luntad del Padre a través de la mediación de la Iglesia, pero ellos concretan día a día esa disponibilidad en unas reglas de juego comunitarias que les sirven de palestra y entrenamiento para descubrir y practicar que libertad, libertad cristiana, que es un bien, no es lo mismo que independencia, que es un egoísmo y un mal.

Sueño con que la vida religiosa vuelva a ser un «escándalo» para la Iglesia, como lo fue en los tiempos de los primeros eremi­tas, cuando ellos se marcharon al desierto no por huir de los perseguidores sino «es­candalizados» de la Iglesia local y de sus excesivas acomodaciones al mundo. Desde el desierto fueron grito de alerta a sus her­manos. Y al desierto acudieron éstos para aprender a vivir en la ciudad como ciudadanos del mundo nuevo que Cristo había inaugurado. Sueño con que los religiosos vuelvan a ser para todos, en la misma ciudad y en la misma diócesis, unas veces con su vida y otras con sus palabras, re­cuerdo de que no tenemos aquí ciudad per­manente, estímulo para la búsqueda de lo fundamental y lo absoluto, punto de refe­rencia de los dinamismos y tendencias principales de todo corazón cristiano.

Respecto al mundo, las comunidades de religiosos podrían ser la primicia de la nueva humanidad y el nuevo mundo que el Señor sembró en nuestra tierra: una huma­nidad fraternal y solidaria entre sí y con todos los hombres; día a día; para toda la vida; en las cosas menudas y cotidianas y en los momentos cruciales y martiriales. Lo que toda la Iglesia intenta también vivir y anunciar, pero que los- religiosos, por su carisma, pueden vivir de manera anticipa­da, concentrada y como sacramentalizada.

 Raíces, tronco y ramas del árbol

Creo que la vida de una congregación religiosa puede compararse con la de un gran árbol. En él podemos destacar tres partes principales, absolutamente indispen­sables y mutuamente influyentes: las raíces, el tronco y las ramas. Si las raíces no cumplen su cometido, morirán las ra­mas, pero si éstas no ejercen su papel, mo­rirán igualmente las raíces; y ¿cómo se ga­rantizará al árbol su estabilidad a la vez que la mutua comunicación entre ramas y raíces si no existiera el tronco?

La vida religiosa necesita un mínimo de estructuración y de sustentación, un tron­co fuerte que permita la transmisión de la herencia válida, de la savia común y de las riquezas mutuas, de unos miembros a otros, de unas generaciones a otras: mode­los de conducta, apertura de caminos, obras, escritos, ejemplos estimulantes, etc. Un árbol grande no crece en un día. Un bosque es una herencia de siglos. Sólo Dios pudo partir de cero al comienzo de la Creación. Jesucristo mismo se insertó en la corriente de la historia de la Salvación,

aunque fuera su centro y su eje. Una generación que tala indiscriminadamente sus bosques es suicida además de asesina; se parece al que subido a una rama la está cortando. El tronco es necesario, y puede tener, si está vivo, un corazón jugoso y joven, aunque lógicamente su corteza esté rugosa y dura, para defender del frío y del viento el tesoro de savia que se le encomienda defender, sostener y transmitir.

Pero el árbol vivo debe estar constantemente profundizando con sus raíces, «radicalizándose», buscando el contacto con la madre tierra y con sus jugos alimenticios. En la sombra, prepara la savia vital que enviará hacia lo alto, hacia las ramas, hacia las hojas, hacia la luz. La vida religiosa que quiera renovarse y crecer debe hacerlo constantemente desde estas raíces de la fe, desde esta presencia oscura del Espíritu en los cimientos de nuestro ser, más hondos que nosotros mismos, más allá de nuestra conciencia y nuestro autocontrol, allá donde el Espíritu ora en nosotros con gemidos inenarrables. Sin una vida fuertemente contemplativa, la vida religiosa en general estará carente de jugo, de sabor, de fuerza, y andará siempre entre la tentación del evasionismo y el aburguesamiento o el activismo del color que sea. En el caso límite de una total pa­ralización de las raíces, el árbol se secaría y moriría, aunque durante algún tiempo todavía su esqueleto se mantuviera de pie con apariencias de vida, hasta que un ven­daval más fuerte que lo normal acabe por troncharlo y arrastrarlo lejos.

También por arriba debe crecer el árbol. Igualmente morirían las raíces si las ramas y las hojas se paralizasen durante mucho tiempo, en vez de buscar el aire, la luz y el sol, para realizar los intercambios necesa­rios para la vida del árbol, de todo el ár­bol, hasta de la raicilla más remota. Si la vida religiosa no se extiende constantemen­te y busca nuevos espacios de servicio, de testimonio y de encarnación; si la congre­gación no se cuida más que de la seguridad y firmeza de las raíces y del tronco, y me­nosprecia o poda, por su misma fragilidad, las ramas jóvenes y tiernas que acaban de salir esta primavera, se está privando a sí misma del crecimiento, de la esperanza, en definitiva de la vida misma, y con ella de que vengan a la sombra del árbol a descan­sar los hermanos, y a recrearse con sus flo­res o alimentarse con sus frutos. Las pe­queñas comunidades fronterizas, la bús­queda de nuevos caminos, el ensayo de nuevas obras, los tanteos, la imaginación, los prudentes riesgos en definitiva, son in­dispensables para el crecimiento de la vida religiosa y para que las nuevas genera­ciones puedan encontrar en ella una po­sible llamada a la vida evangélica. Tam­bién aquí, el árbol o crece o muere. He hablado de riesgos prudentes. También hay seguridades imprudentes, seguridades muertas, paces de sepulcro, orden de cam­posanto. He reconocido la necesidad del tronco, pero con tal de que sirva para co­municar savia; de otro modo, no es bueno más que para leña.

Cuando el árbol de la congregación crez­ca armoniosamente por las raíces y por las ramas, pasará tormentas, pasará inviernos, pero aguantará firme y podrá esperar pri­maveras y otoños, dará flores y frutos, y estará lozano y frondoso, para gloria de Dios y para alegría de los hombres.

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