Estos días me ha ensanchado el corazón la lectura de un libro hermoso por su extrema sencillez y hondura: “Escritos esenciales” de la hermanita Magdeleine de Jesús. En sus cartas, ella anima a sus hermanas en los comienzos de la Fraternidad a vivir el espíritu de infancia. Este párrafo me tocó especialmente: “Pienso, sobre todo, en las que han crecido y envejecido demasiado pronto, y les cuesta inclinarse sobre una cuna de un niño pobre, porque tienen preocupaciones más sabias; en las que están demasiado agobiadas y no tienen tiempo de detenerse ante algo tan pequeño…en las que son demasiado ruidosas y no oyen lo que cerca de un recién nacido, sólo se puede decir en un susurro. Y, sin embargo, el espíritu de infancia…es necesario para entrar en el reino de los cielos’…Tenemos que volvernos como ‘niñas’ para seguir recorriendo el mundo”.
Los ojos de los niños tienen algo sanador, nos desarmamos en su presencia. Nuestra mirada a veces se endurece, la de los pequeños, si no han sido muy lastimados, guarda un poder de redención: se mantiene abierta y luminosa despertando en nosotros ese lugar de inocencia. Aún en las circunstancias más dolorosas y dramáticas siempre encontramos niños jugando. Nos revelan la dimensión de Dios que más nos cuesta en lo cotidiano: su absoluta simplicidad y gratuidad. Ojalá que el tiempo del verano nos haga saborear estos registros y nos lime las durezas del curso, pues él vibra siempre en lo tierno.
Cuando mi sobrina tenía unos cuatro años le pregunté si sabía cuánto la quería Jesús y me contestó que no lo sabía porque él no le había hablado nunca. Yo le dije que a mí sí que me lo había dicho para ella y, abriendo aún más sus preciosos ojos oscuros, me preguntó asombrada: “¿y cuando te habla? ¿Cuando estás sola, sola, sola?”.