sábado, 20 abril, 2024

PROPUESTA DE RETIRO

  • «EL ESPÍRITU ESTÁ SOBRE MÍ PORQUE ME HA UNGIDO» (Is 61,1; Lc 4,18)

la aridez

No hace falta ser muy sagaz, ni muy inteligente, para desconocer la penuria pastoral que nos envuelve en muchos ambientes de nuestra Iglesia. Habría que empezar recordando, y dando gracias a Dios, por tanta gente buena, auténticos cristianos con sus lagunas y defectos normales, que “mantienen” o “conservan” (dos conceptos nada inocentes) la vida cristiana en las parroquias, los grupos cristianos, los colegios, las asociaciones…  Gente que sigue guardando su fe en una sociedad donde, para algunos, estamos asistiendo a una “extraculturación de la fe”; otros califican la realidad social  plagada de una “indiferencia religiosa generalizada”; para no pocos, estamos ya en “una sociedad postcristiana”; otros llegan a hablar de un “neopaganismo” que permea todos los pliegues de nuestros ambientes. Se ha hablado de “eclipse de Dios”, de “invierno eclesial”, de “una Iglesia de gueto”; en definitiva, de una cultura sin Dios, sin interés por Dios, sin necesidad de Dios. Una cultura que hace mucho tiempo dejó de tener “noticias de Dios”, y lo que es peor, que no tiene ningún interés manifiesto por dichas noticias, aunque sean “buenas noticias”.

No son pocos los que piensan que la llamada “primavera de Francisco”, o, “revolución de la ternura y la misericordia”, se queda en una ilusión, una utópica quimera, buenas intenciones del papa argentino, o incluso “cosas del papa de turno”, que “pasarán” ineluctablemente cuando también “pase” un papa casi octogenario. Los hay también, asimismo, que opinan que la renovación, o reforma, o reactivación de la Iglesia y su Mensaje, emprendida por el papa, se circunscribe a círculos, o a diócesis, o a sectores, tan minoritarios, tan cercanos al entorno papal, que su “fermento” no llega a las diócesis, a las parroquias, a los conventos y monasterios de vida consagrada, a los movimientos apostólicos, a los grupos religiosos de uno u otro pelaje. Incluso, se atreven a augurar que la tan llevada y traída “reforma de la Curia” es tan ardua, tan escabrosa, está la madeja tan enredada y hay tantos cancerberos tan bien pertrechados y blindados en la Ciudad del Vaticano y sus sucursales, que todo está abocado al fracaso; que el tiempo (el “kairós” franciscano) se desinflará como se desinfló la “burbuja” que supuso el Vaticano II. La bibliografía es amplia y puede consultarse con facilidad.

 

Desde la frustración

Nuestros templos cada vez más vacíos y solitarios (en Estados Unidos algunos han sido vendidos y otros están en venta); la espantada generacional de nuestros jóvenes, la llamada generación Z (los nacidos a partir de la última década del siglo pasado); la ausencia de jóvenes –chicos y chicas– en noviciados, casas de formación religiosa y/o seminarios; la precariedad del clero y los religiosos, así como la media de edad cada vez más elevada de los mismos (¿más de 65 años?); la desaparición física de comunidades de vida religiosa abocadas a cerrar casas, instituciones, colegios, experiencias…; la hostilidad y agresividad –muchas veces infundada, injusta o tergiversada– del “hecho religioso”, especialmente del catolicismo institucionalizado en nuestro país, en determinados medios de comunicación y en las redes sociales; la notoria ausencia de laicos y laicas de prestigio, capaces de sostener un diálogo sereno, profundo, “moderno”, con las ideologías y el pensamiento que nos toca vivir; el retardamiento  hasta lo inverosímil de funciones pastorales más definidas, asumidas y valoradas de nuestros laicos en la vida de la Iglesia: número reducido de laicos consagrados y comprometidos en ministerios diaconales y otros; la postergación, también inverosímil, de una presencia más activa, más protagonista, más “institucionalizada” de la mujer en la Iglesia; el estancamiento en la vida pastoral y sacramental, sin experiencias renovadas, sin coraje para intentar nuevos caminos, nuevas mediaciones pastorales; el afán reiterado de conservar y mantener lo de siempre, con la única razón de que siempre se hizo así, y con el inútil esfuerzo de resucitar o rescatar viejas fórmulas espirituales, viejas devociones periclitadas, que seguramente fueron fecundas en otros momentos, en décadas o siglos pasados, pero que ya no responden a “la sed” de la gente de hoy; el exilio interior de tantos sacerdotes y religiosos/as que cansados o frustrados se limitan a mantener los mínimos, a estirar lo estirable (la pastoral del chicle) y a dedicar su tiempo a pequeños quehaceres sin contenido o sin finalidad: el enganche en Internet, en el móvil y sus aplicaciones, en recluimientos en sus torres de defensa parroquial como fortalezas siempre prestas a la salvaguardia de lo adquirido, de lo que se sabe, de lo que se tiene, de lo poco que va quedando…

No podemos ser una “oficina de servicios” que cumplimenta formularios y exige documentos imprescindibles para seguir administrando sacramentos sociológicos de escasa credibilidad creyente. No somos una multinacional que entierra muertos previo estipendio estipulado. Ni una empresa que organiza emotivas y tiernas ceremonias (no celebraciones) en abril, mayo o junio, para niños vestidos de marinero y niñas con traje de novia anticipada. No nos dedicamos a sustituir los atávicos y legítimos “ritos de paso” para la gente siempre necesitada de símbolos y ritos ad hoc. No nos  dedicamos a organizar –o dejar que nos los organicen– shows y parafernalias para parejas (por supuesto, de uno y otro sexo) que empeñan muchos sueldos (de ellos, si tienen trabajo, o de sus padres, con sus ahorros) para un día frugal de flores, videos, fotos, músicas, banquetes y comida (arroz, garbanzos o macarrones) lanzados al aire como símbolo de fecundidad (supongo) al salir de la ceremonia (que no, celebración).

Desde toda esta frustración, desencanto, desilusión, preocupación, falta de credibilidad social, amargura incluso… ¿es posible la esperanza? Convendría releer con detenimiento toda la sabiduría, perspicacia y santidad que encierra la “Evangelii gaudium” de Francisco.

Desde la reforma

Porque si todo lo anterior puede tener visos de objetividad, de realismo y verdad, no es toda la verdad, ni mucho menos. Ya lo decía al principio: existe mucha gente, seguramente más de la que pensamos, que conserva una fe fresca, ilusionante, madura, decisiva en sus vidas. No es verdad que España haya abdicado de Dios; tampoco lo es que “no tengamos noticias suyas”. Los expertos hablan de un “cambio de época”, más que de “una época de cambio”. Tal vez, lo que ocurra, es que ese cambio epocal nos ha cogido “con el pie cambiado”; o como decía otro autor: “cuando ya nos sabíamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas”. Todo esto debería llevarnos a cambiar, o sea, a convertirnos, que sigo pensando que es la palabra clave de todo este maremagnum.

Lo primero: hay que tener conciencia, saber, asumir, que estamos en un cambio de época, con todo lo mucho que eso supone. Con todos los desgarramientos, rupturas, abandonos, transformaciones, cambios de chip, a que da lugar. Es un tema de “despojamiento pastoral”, y de otros despojamientos, también. Tal vez haya que despojarse y renunciar a muchas cosas: estructuras, esquemas caducados, instituciones innecesarias, propiedades, actividades en desuso, lenguajes vacíos o superados, mediaciones que han dejado de serlo, signos que han perdido su significación, costumbres que ya no se llevan, convocatorias que nadie responde, caminos trillados que habrá que abandonar… Si la época en que vivimos es otra, si ha cambiado, si está cambiando, también la Iglesia tiene que ir cambiando en muchas cosas. ¿Adaptacionismo? En buena medida, sí; ¿y por qué no? ¿No se ha “adaptado” la Iglesia a infinidad de nuevos moldes culturales a lo largo de su también larga historia? La Historia de la Iglesia está llena de esos reajustes, transformaciones, acomodaciones. “Inculturaciones”, para hablar con mayor sentido. Esto no significa renuncia a lo esencial. Eso no tiene sentido. De eso no se trata. No creo que “eso” lo quiera nadie. Pablo no quería renunciar a nada, pero solo Cristo era importante; pero el Evangelio vertido en un recipiente judío debía tener en cuenta los nuevos recipientes de la nueva cultura greco-latina, el pensamiento filosófico del momento, las nuevas sensibilidades más allá de la mentalidad judía, los nuevos paradigmas, diríamos hoy. Y afrontó el cambio; seguramente la primera gran revolución eclesial. Y fue doloroso, y se enfrentó sin miedo, con respeto y caridad, pero con fuerza y claridad, a Pedro, a Santiago, a otros apóstoles y discípulos que “no detectaban” el cambio de época, de cultura, de recipiente, que necesitaba el Mensaje para hacerse audible, creíble, evocador, provocador. Y hay otros muchos ejemplos en la historia de la Iglesia.

 

Desde un diagnóstico certero

Aceptada, con los matices que se desee, la realidad árida de la vida cristiana en nuestro país. Aceptada la necesidad de cambios, reformas, adaptaciones, inculturaciones, conversiones, se precisa dar un tercer paso: hay que llegar a un diagnóstico común, mínimamente aceptado por las “fuerzas más vivas” de la Iglesia. Por los obispos, sacerdotes, religiosos, laicos comprometidos, gente interesada y preocupada por la situación. Sin un diagnóstico “moderadamente aceptado por todos”, no es posible intentar ninguna terapia. Si las causas o razones de “lo que ocurre” nos son desconocidas; si no nos hemos quemado las pestañas pensando, dialogando, leyendo, estudiando, reflexionando, contrastando, averiguando, formándonos…. ¿cómo podemos llegar a un diagnóstico común, o sea, a poder decir todos –o casi todos, al menos–: “no solo sabemos «lo que pasa», sino que, además, sabemos «por qué pasa»”.

Y es que, tengo la sensación, de que podemos coincidir en general en “describir lo que pasa” (algo de lo que hemos dicho antes), pero no es tan sencillo coincidir –también en general– en los porqués, las razones, las causas, los motivos, los polvos que han dado lugar a estos lodos molestos, dolorosos, frustrantes. Existe un gran abanico de razones (y sinrazones) a la hora de conjeturar estos motivos. Algunos son, realmente, esperpénticos, patéticos, insostenibles. Otros son fruto de la ignorancia, del desconocimiento, de la falta de reflexión. Hay otros que no nacen tanto de la realidad en sí sino de nuestra propia subjetividad, de nuestra psicología a veces paranoide, o histérica, patológica, o incluso de otros intereses más espurios: económicos, vengativos, de afán de poder, prestigio o notoriedad social. Los hay, por supuesto, que se ajustan a la realidad, que conocen la historia, que saben diseccionar, que utilizan un escáner más adecuado, una analítica más completa, unas prospecciones más serias y fiables. Son estos últimos, obviamente, quienes más y mejor se aproximan a un diagnóstico certero de la vida pastoral de la Iglesia en España. Insisto, tengo la sensación de que no nos hemos sentado suficiente tiempo a la compleja pero imprescindible tarea de saber (o aprender) a diagnosticar la realidad. Y claro, las presuntas terapias son entonces insuficientes, ineficaces, obsoletas, o cargadas de amargura, o de simplicidad, o de infantilismo, o de repetición monótona e innecesaria. Sería como dar aspirinas a un enfermo terminal de cáncer, o lo que puede ser lo mismo, en el otro extremo: aplicar invasoras y arriesgadas quimioterapias a quien apenas tiene un catarro estacional. Mal diagnóstico, pésima terapia.

 

Desde la humildad y la confianza

Decía san Juan Pablo II que el “plan pastoral” ya estaba hecho: era, simplemente, Jesucristo. Y por supuesto que tenía razón. Anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, a los hombres y mujeres de hoy. La dificultad está en cómo hacerlo. Cómo hablar de Dios a la gente de hoy; o mejor, cómo testimoniar a Dios en un mundo aparentemente sin Dios. Es la tan llevada y tan traída evangelización: ya sea la nueva evangelización, la búsqueda de los “nuevos areópagos”, o la proclamación del Mensaje en “el atrio de los gentiles”. Todo viene a decir lo mismo con distintas –y sugerentes– imágenes literarias. Lo cierto es que la evangelización sigue siendo,  como se nos recordaba hace años en un congreso de teólogos, “lo único importante”. Mi duda es que realmente sea para nosotros “lo único importante”. Intuyo más preocupación por conservar las actividades o la vida sacramental que arrastramos desde hace siglos; mucho interés –tal vez demasiado– por captar nuevos miembros para mi congregación religiosa, para mi convento o monasterio diezmado de monjas autóctonas, para el seminario de mi diócesis, para la feligresía de mi parroquia, para rellenar el hueco que dejó vacante el último párroco jubilado, o enfermo, o fallecido. Mientras tanto, atentos a conservar nuestros viejos muros, es posible que nuestro edificio haga agua o sus cimientos se vayan erosionando lentamente, quizás sin darnos demasiada cuenta.

Anunciar a Jesucristo, sí, pero ¿cómo? ¿Siguen siendo los hombres y mujeres de hoy buscadores y buceadores de la Trascendencia? ¿Y cómo somos testigos creíbles, hombres y mujeres resucitados una vez más en la reciente Pascua? Hay que buscar nuevos caminos, nuevos lenguajes, nuevas experiencias, nuevos escenarios, suscitar encuentros, posibilitar lugares y momentos…. pero hay algo que siempre es nuevo, que nunca caduca, que no perece ni con los cambios de época ni con las épocas de cambio: el Mensaje puro y duro de la fe, es decir, ese Jesucristo Señor de la Historia. Alfa y Omega. Es el Jesús que nos muestra al Dios misericordioso, cercano, partisano, compañero de camino, amigo, “un tipo guay” para la gente joven, que sea capaz de engancharles más que los móviles multiusos y las plays y las tablets de última generación. Un Dios que merezca la pena. Pero para evangelizar así, más allá y más acá de caminos y mediaciones concretas, variadas, legítimas, arriesgadas, provocadoras y provocativas, nosotros, quienes vivimos esta Pascua llena del Espíritu del Cristo resucitado y abocados al Pentecostés anual de este año, hemos de ser humildes y confiados.

Sin la humildad no es posible la evangelización. Sin la confianza en nuestra gente y nuestra fe creyente en el Dios de Jesucristo, muchísimo menos.

 

Desde la conversión

La realidad de la vida eclesial en nuestros pueblos y ciudades es ardua. La reforma de Francisco no acaba de llegar, ni posiblemente llegará del todo. Encajados y encastillados en esquemas y corsés superados por la evolución de la vida y de un cambio de época, no podemos permanecer de brazos cruzados; o repitiendo “las recetas de la abuela” que ya no gustan a los nuevos paladares; ni pertrechados o escondidos en la calidez y la seguridad del sagrario o del claustro románico propiedad de mi Orden, ni en una queja lastimera y cotidiana de que somos pocos o de que nadie viene; ni en un resquemor de vivir en un mundo de inmorales, malos, comunistas, pervertidos, peperos, socialistas o podemitas responsables de todo, corruptos todos, enamorados todos de la misma silla del poder; ni en la acedia o la “tristeza dulzona” del nuevo tabernáculo de Internet y sus aliados; ni en la inercia, el hastío o el timorato instalacionismo del “esto no tiene solución de continuidad”.

Lo decía antes: la palabra clave es conversión. Conversión personal a través de una renovación constante en la experiencia de fe en Jesucristo, muerto y resucitado. Conversión desde una profunda oración existencial, continuada, introyectada, inoculada, incorporada; no solo una “oración de las Horas”, o una oración de la comunidad, o de la parroquia, o de los jueves de 7 a 8 o los sábados de 5 a 6: una vida hecha oración, una oración hecha vida. Una conversión que pasa por mucho de lo dicho anteriormente: asumir la realidad socio-religiosa que a veces nos marea y desconcierta; llegar personal y comunitariamente a un mínimo diagnóstico certero, consensuado  y realista; otear juntos nuevos horizontes, planificar y evaluar sendas inciertas, vírgenes, intransitadas, arriesgadas, susceptibles de errores y fracasos, aprendiendo a equivocarnos en ensayos inéditos. Junto a la gente, no sin la gente. No desde la Iglesia/fortaleza sino desde la Iglesia/hospital de campaña. Con el principio misericordia entrañable como guía y condimento para un proyecto común ilusionante. Y por aquí puede que deambule la conversión. No hacen falta golpes de pecho, ni cilicios herrumbrosos por la falta de uso, ni miradas misticoides al rosicler del crepúsculo, ni “cosas raras” que asustan a la gente moderadamente normalita. Pero la conversión, ya lo sabemos, es también (¿y sobre todo?) cosa de Dios. Sin ser luteranos. Cosa del Espíritu. “Hacerlo todo como si dependiera de mí, pero sabiendo que todo depende de Dios”, ¿era Iñigo de Loyola el que lo decía?

 

Desde el Espíritu y solo desde el Espíritu

Arrumbados hacia Pentecostés, el Espíritu recobra protagonismo. Ese Espíritu que a veces consideramos el patito feo de entre “las tres Personas”. Por supuesto, sin mala intención, sin espíritu herético ni irrespetuoso. Pero, ¿os habéis fijado qué pocas expresiones artísticas del Espíritu hay en nuestros templos? Casi tan pocas como imágenes o tallas del Cristo Resucitado. Me decía alguien: “demasiados Cristos crucificados y escasísimos Cristos resucitados; demasiadas imágenes marianas y de santos fundadores, y escasísimos iconos del Espíritu Santo”. Vamos a pensar que el Espíritu, por ser Espíritu, es difícil (¿imposible?) de domesticar en una escultura, incluso en un lienzo. Hasta los autores bíblicos tuvieron estas dificultades: es como un viento impetuoso, o tal vez sutil; es como una grácil paloma blanca; es como un fuego, unas llamas, que purifican y abrasan de amor. El Espíritu de Dios…

Escribía hace ya varias décadas el inolvidable Yves Congar: “Para que la savia cristiana conserve su vigor y dé sus brotes por encima de los endurecimientos de la historia, es preciso que el Espíritu trabaje en la Iglesia, y apele a servidores cuya fidelidad llegue allende un conformismo con lo ‘ya hecho’. Es preciso que se alcen hombres que hayan conocido un segundo nacimiento” (Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia).  Un segundo nacimiento, un renacimiento; “renacer del agua y del Espíritu”, como el viejo pero joven buscador Nicodemo. Nada podemos “hacer” sin la fuerza del Espíritu. Pentecostés no es negociable, ni pasajero, ni se reduce a un domingo cincuenta días después de Pascua. Pentecostés es Dios mismo presente y actuante, comprometido, y preocupado por los derroteros de la Historia. “El Espíritu está sobre mí porque me ha ungido” (Is 61,1; Lc.4,18). Para “volver a Galilea” (Mt 28,16) hay que llevar al Espíritu Santo como compañero de viaje. Sin Él, podemos quedarnos rumiando el fracaso y la frustración en cualquier rotonda del trayecto que va de Jerusalén a Emaús. Dando vueltas como veletas, sin encontrar la ruta de salida, hastiados de una noria sin encrucijadas, una rotonda convertida en anillo cerrado, en círculo vicioso.

“Sin el Espíritu Santo, Dios está siempre lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad se convierte en dominio, la misión es propaganda, el culto una evocación, el actuar cristiano una moral de esclavo. Con el Espíritu Santo, el cosmos es elevado y gime con dolores de parto propios del Reino. Cristo resucitado se hace presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa comunión, la autoridad es servicio, la misión es una nueva Pentecostés, la liturgia es un memorial y una anticipación, el obrar humano queda divinizado”, decía hermosamente hace años Mons. Ignacio Hazim, metropolita ortodoxo de Lataquia. Y terminar orando con la espléndida secuencia de Pentecostés, entonarla, paladearla, desmenuzarla, escucharla en silencio con los ojos cerrados, y pedir lo que pocas veces pedimos: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles…”.

 

VIGILIA DE PENTECOSTÉS

Buenas tardes, amigos y hermanos. Sed todos bienvenidos en esta tarde/noche a celebrar juntos la Vigilia de Pentecostés 2016. Se han cumplido los 50 días desde la Pascua de Resurrección de Jesús. Hoy celebramos el cumplimiento de esa promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Santo, para que nos acompañe, nos ayude, nos aliente, nos consuele. Jesús cumple su Palabra y nos regala los dones del Espíritu con los que camina su Iglesia que somos nosotros. Sin el Espíritu nada somos, nada podemos, no tiene sentido la Iglesia. Participemos todos con alegría y abiertos a la fuerza inesperada del Espíritu de Dios.

 

Canto inicial: Hoy tu Espíritu, Señor

Saludo del sacerdote

Canto del Gloria

Oración al Espíritu

1ª Lectura: Gn11,1-9

Canto después de la lectura del Génesis: Cantoral de la Comunidad cristiana nº 63

2ª Lectura: Rom 8,22-27

Canto de introducción al Evangelio:

Aleluya cantará quien perdió la esperanza y la tierra sonreirá, aleluya (bis).

Homilía

Gesto de la luz y de la sal. (Tomamos una pizca de sal y encendemos del Cirio Pascual una pequeña vela. Derramamos la sal sobre la tierra y colocamos la vela fuera del templo, “en el corazón del mundo”).

Canto durante el  “gesto”: Que sea mi vida la sal…

El que me sigue en la vida

sal de la tierra será

mas si la sal se adultera

los hombres la pisarán

Que sea mi vida la sal

que sea mi vida la luz

sal que sala, luz que brilla

sal y fuego es Jesús

Sois como la luz del mundo

que a la ciudad alumbra

ésta se pone en la senda

donde el monte se encumbra

Que sea mi vida la sal

que sea mi vida la luz

sal que sala, luz que brilla

sal y fuego es Jesús

Que brille así vuestra vida

ante los hombres del mundo

que pasen las buenas obras

de lo externo a lo profundo

 

Secuencia de Pentecostés (después del gesto).

 

Canto entre estrofas: Ven Espíritu de Dios sobre mí, me abro a tu Presencia; cambiarás mi corazón (2).

 

Ofertorio: Esperando con María. “Mi alma glorifica al Señor mi Dios…”.

 

Comunión: Id y enseñad.

 

Canto de salida y envío: Nos envías por el mundo.

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